domingo, 4 de septiembre de 2011

LA NAVAJA DE SHYLLOCK





ENTRE AMORES, POESÍAS Y EMBRUJOS
Mi último libro de poesía, “Adioses, Ausencias y Retornos” cierra el ciclo de un canto de amor que nació con la pubertad y que murió, irremediablemente, bien entrada la edad de la razón: la adultez.  El amor, muerte paulatina de la carne, es y será siempre motivo de creación poética.  Con sus fugaces alegrías y sus profundos dolores, el amor entrará siempre en el corazón de los hombres; hasta en los seres más curtidos y más adustos, las saetas de Cupido encuentran un resquicio en el corazón para inocular su ambrosía, para diluir en cada fibra humana su encanto y su martirio.  Paradójicamente la vida del poeta que espera en vida ser engalanado con los laureles del triunfa y de la fama, para terminar sucumbiendo en vida entre la indiferencia y la incomprensión, cubierto con las rosas y los mirtos de la muerte.  Este libro es el de la edad en que calibramos y evaluamos nuestras emociones: los amores fugaces que pasaron dejando apenas una huella, y aquellos cuya profunda impronta aún perdura revoloteando en la memoria como mariposas silvestres.  En estos adioses, ausencias y retornos está la etapa más profunda de mi existencia.  Toda creación poética surge de una emoción muy fuerte, como un tornado que remece el alma despertando al espíritu de su letargo.  Aquí están plasmados esos amores anónimos que físicamente vinieron y se fueron, o aquellos otros, prohibidos y oníricos que endulzaron nuestros sueños; ambos se afincaron espiritualmente en el corazón de quien estas líneas escribe y que aún, en el tránsito inexorable hacia la muerte seguirán conmigo, como hiedra adosada a la tapia que la colinda.

AUSENCIA
Para Susana Icaza

Si vieras como duele, Susana, tu tristeza,
gorrión aprisionado por una mano dura,
plumaje  colorido  que pierde  su belleza
carente de cariño, ausente de ternura.

En un pañuelo rosa, dejaste tu perfume,
las ansias de tus manos, un beso de tu boca,
fragancia que en tu amor el tiempo se consume en una soledad como una fuerte roca.

Y ahora que tú llanto se pierde en la distancia
recojo los despojos de un vino que no escancia en una vieja copa que muere en un hotel.

Oh, triste pajarillo, no quieres canturrear, parece que tu voz se ha cansado de cantar
sobre este añejo vino que yace en el mantel.

(De: “Adioses, ausencias y retornos”)


Muchas veces me han interrogado cuánto de mi hay en mi poesía.  Como toda respuesta los he remitido a mis libros.  ¿Por qué?  Porque cada uno posee una intimidad y reserva cuyo acceso no le está permitido a nadie.  Es la fragancia de un bosque secreto que se deber proteger de todo efluvio externo, pues, de lo contrario, se desvanecería y desaparecería sin remedio.  Lo que sí puedo confesar es que desde bien entrada la niñez sentí la inquietud por la lectura; esta no vino sola.  Como el verano con sus golondrinas, con la lectura vino un escritor en ciernes que se iría perfilando en la adolescencia y que presumo empezó a serlo en la juventud.  Esta vocación me ha dado dulces satisfacciones, alegrías personales que han logrado compensar la contraparte: los desamores con sus desencuentros y amarguras enervantes.

No creo que exista un hombre en cuya memoria no anide una ilusión destruida o una pasión atribulada.  En la poesía para expresarse con sinceridad hay que desnudar el alma y mostrar lo bueno y lo malo, lo permisible y lo prohibido, lo alegre y lo triste, lo blanco y lo negro, nuestros cielos y nuestros infiernos.  Siento que nací para escribir, plasmar en la hoja en blanco lo que  todos sienten, pero que sólo algunos pueden expresar, para extraerle al alma sus quejidos y secretos más recónditos; para liberar al espíritu de sus angustias inexpresables y de sus heridas más oscuras, aquellas que no encuentran asidero en el mundo exterior y no tienen como comunicarse.  Creo en la poesía como una esperanza latente en un mundo desnaturalizado como éste, civilización del plástico y del ruido donde el hombre ha sido “cosificado”. Ernesto Sábato, uno de los grandes pensadores de nuestro tiempo, nos advierte de este síndrome aniquilador que hace presa de la humanidad: ...

“Por supuesto, oirá a cada momento que nuestro tiempo es el tiempo de la técnica, de la ciencia, de los viajes a la luna.  Los que siguen pensando de esta manera son espíritus del siglo XIX que sobreviven en nuestros días sin comprender que asistimos al ocaso de esta civilización que tanto los deslumbra. No comprenden que mientras norteamericanos y rusos hacen viajes siderales el hombre ha entrado en la crisis más violenta de toda su historia.  Y la “cosificación” del ser humano que trajo todo ese progreso científico ha conducido ala más desesperante y angustiosa crisis de la humanidad.

Saldremos de ella únicamente por el rescate del hombre, no el abstracto de la ciencia sino de ese pobre diablo de carne y hueso que vive y sufre entre el chirrido de los engranajes de esta gigantesca maquinaria que nos está aniquilando: desde la naturaleza misma hasta nuestro espíritu.  Y así mientras esos candorosos creen que la conquista de la luna está mostrando el triunfo del hombre, los hombres más lúcidos y sensibles están viendo ya que es más bien el triunfo de la materia sobre el espíritu del determinismo sobre la libertad, de lo inhumano sobre lo humano”.

Ernesto Sábato
(Ernesto Sábato, Entre la letra y la sangre”.  Conversaciones con Carlos Catania; Seix Barral Biblioteca Breve.  Segunda Edición: Agosto de 1991.  Pág. 37).

Creo en una poesía cuya firmeza esté basada en una fe inextinguible y una afirmación ilimitada.
Una poesía construida sobre una sensibilidad a flor de piel. Una poesía paciente, capaz de esperar las emanaciones del alma, pues, lo que cala hondo en el hombre, tarda mucho en encontrar su expresión.
El poeta se encubre y se descubre poetizando; paradójica y camaleónica forma de manifestarse; millones de años de evolución que el bardo, en un bigban emocional, logra dar vida. Sus intimidades no son más que confidencias de él consigo mismo; expresiones de ciertas angustias que lo afectan directamente y que él trata de aprender con la proximidad del actor, cuidando de no situarse a la distancia de un espectador. Escuchemos al “Divino” Herrera en una revelación profunda llena de dolor y desengaño:...

“Pues de este luengo mal penando muero,
sin que remedio alguno estorbe el daño,
amor me dé, en consuelo de mi engaño
falso placer ajeno, aunque postrero.

Que mi dolor anime el duro acero,
y en blanda saña el tibio desengaño,
y el desdén manso, en cuya ausencia engaño
mi perdición, y en vano el bien espero;

Para que de mi muerte la memoria,
y en voluntad ingrata la firmeza
haga a la edad siguiente insigne historia;

Que de mis esperanzas y riqueza
fincarán (¡corto premio a tanta gloria!)
deseos acabados en tristeza”.


Fernando de Herrera

(Fernando de Herrera, soneto III; en “Poetas Líricos Españoles” – Librería “El Ateneo” Editorial. Buenos Aires – Primera Edición 1959. Pág.: 754)

Más allá de diferencias y desavenencias, más acá también de mimetismos y exageraciones, el poeta ha ejercido y seguirá desempeñando de modo sustantivo y por antonomasia la labor de un sensibilizador, un buscador de la belleza – sin retorica pura ni ornamentos artificiosos – sino enjundiosa, cuidando que la retórica no mate lo retórico, y donde su ideal coexista armoniosamente con su pensamiento, vertiendo su atención prismática a los asuntos y cuestiones de su tiempo.
El poeta debe evitar las puras delicuescencias poéticas, pues, la poesía se edifica muchas veces amalgamándose con la prosa, pero al cabo evadiéndola con grácil fuga en el momento decisivo. La poesía es obra de arte y de pensamiento, donde la cuota de creación no es inferior a la cuota de reflexión. Ninguno es amarra ni enjunque del otro; la reflexión es punto de partida hacia una serie de variaciones tan imaginativamente libres como intelectualmente atrailladas. El poeta debe amar su poética en una comunión mística que no puede ser escindida siquiera por una fuerza deífica que, aun superándolo individualmente, se vea inerme ante la fuerza de su asociación heroica.
Esta mística no puede ser borrada por cuanto se halla tan impregnada en su alma como la fe del creyente que ora en su ermita. Su fe subsiste así y, en esa comunión entre dos grandes ideales (el poeta y su poética), se forma su obra, resonancia de la universal naturaleza, ingente como el pasado, el presente y el futuro de la humanidad. Veamos como ejemplo este bello y profundo poema de Eielson donde se nota como fuente inspiradora la mística española con una sólida y paulatina presencia de imaginación y lenguajes coetáneos:...

Cerebro de la noche, ojo dorado
de cascabel que tiemblas en el pino, escuchad:
yo soy el que llora y escribe en el invierno.
Palomas y níveas gradas húndense en mi memoria,
y ante mi cabeza de sangre pensando
moradas de piedra abren sus plumas, estremecidas.
Aun caído, entre begonias de hielo, muevo
el hacha de la lluvia y blandos frutos
y hojas desveladas hiélanse a mi golpe.
Amo mi cráneo como un balcón
doblado sobre el negro precipicio del señor.
Labro los astros a mi lado ¡oh noche!
y en la mesa de las tierras el poema
que rueda entre los muertos y, encendido, los corona
pues por todo va mi sombra tal la gloria
de hueso, cera y humus que me postra, majestuoso,
sobre el bello césped, en los dioses abrasado.
Amo así este cráneo en su ceniza, como al mundo
en cuyos fríos parques la eternidad es el mismo
hombre de mármol que vela en una estatua
o que se tiende, oscuro y sin amor, sobre la yerba.

Jorge Eduardo Eielson
(Parque para un hombre dormido de “Reinos” en “Arte Poética”, Jorge Eduardo Eielson; Pontificia Universidad Católica del Perú – Ediciones del Rectorado. 2004. Pág.: 84)

Los hombres se han habituado a excitar sus pasiones en mares tempestuosos para después, cual estrella marina que busca una roca donde asirse, esconderse y decir lo contrario de lo que piensan y sienten, como si una necesidad los llevara a formar parte de una parodia donde nadie cree a nadie y todos fingen que se creen; círculo vicioso de mentiras, hipocresías y felonías.
Del contacto diario con el ser humano han nacido a través de los años mis más encendidas pasiones y mis más tristes desencantos. Admiro a poetas como Juan Gonzalo Rose y César Calvo que supieron transparentar en su poesía, con arrojo y liviandad, su fracaso existencial para sumergirse en sus orígenes y encaminarnos a los nuestros. Siempre he creído y creo que las acciones del poeta en el mundo externo en que se mueve poco importan, porque a veces estas terminan solamente alimentando el morbo de los maledicientes; lo que importa es su intimidad revelada a través de su poética, los resortes que impulsaron tal o cual creación.
Muchas veces me ha preguntado porque los jóvenes son los que más se han interesado por mi poesía. Creo que la respuesta está en el hecho de que ésta es intimista, confesional, que reviste en sí misma hechos que ellos viven: sus mismas angustias y anhelos, sus mismas ilusiones y desilusiones, sus esperanzas y desesperanzas con sus encantos y desencantos cotidianos. No es una poesía para impresionar a criticastros y antojologadores que gustan clasificar al poeta poniéndoles los antifaces de “poeta mayor” y “poeta menor”; meras, inútiles e inconsistentes clasificaciones que no tienen ningún asidero teórico. César Calvo me contó en una noche de vinos y poesía, que Gonzalo Rose solía decir: “Todo aquello que toca mi corazón es poesía. La poesía es o no es, y punto”.
Creo en una poesía que asiente sus bases en una vivencia real u onírica; mis ideas sobre la poética no entran en convergencia con la verborrea de versolari, hueca, que nació de la nada y que en esencia no dice nada. Tampoco coincido con los “innovadores”, arquitectos de torres de babel, hacedores de juegos verbales donde burdas imitaciones se regodean en un mar condenado a desvanecerse. Creo que si en mi poesía hay un mensaje, este no es más que la materialización de sentimientos y pensamientos de otros que son coincidentes con los míos. Para que esto se concrete y el creador entre en comunión con el lector, el poeta, merced a la fuerza imitadora y al arte suasorio de su poderosa personalidad, debe caer en la cuenta del momento en que el proceso creativo, sus sentimientos y sus ideas se han ido solidificando hasta tomar la forma perfecta.
La vida nos enseña a orillar riesgos. Siempre creí que el amor era una llama que, una vez encendida en el corazón, seguiría iluminando nuestra vida y nuestro espíritu eternamente; cuando una mujer que amé me dijo: no me hables de amor, háblame de dinero, comprendí que la crueldad también puede tomar la forma engañosa de un corazón. Hoy, con una sonrisa irónica, iluminado el rostro en rubor purpúreo y una mano desnuda en el aire en señal de adiós, hago apostasía de esa creencia ingenua e inocente.

CAMINO DEL OTOÑO / Frag.
En qué parte del camino
quedaron las alegrías,
las blancas palomas que
volaban en los campos,
aquellos viajes intermitentes
de noches estrelladas
con árboles anidados
de luces incandescentes. (...)

(De “Las Malas Conciencias”)
Esta convicción no significa renegar del amor, pues parece casi imposible hablar de poesía sin que la palabra amor no haga su aparición. Entre los más bellos poemas que el hombre ha escrito, los poemas relativos al amor tienen un lugar de prevalencia. Para Salomón, aquel rey eternamente enamorado, el yo del hombre que da vida a la lírica, fue para él cántico de cánticos, cantar de cantares...

¡Bésame con besos de tu boca!
son tus amores más suaves que el vino,
son tus ungüentos suaves al sentido.
En tu nombre ungüento derramado;
por eso te aman las doncellas.

Llévanos tras de ti, corramos.
Introdúcenos rey, en tus cámaras,
y nos gozaremos y regocijaremos contigo,
y cantaremos tus amores, más suaves que el vino.
Con razón eres amado.

(“Cantar de los Cantares”, Canto Primero V.V. 2 – 11 – En Sagrada Biblia – Nácar – Colunga, Biblioteca de Autores Cristianos. Pág.: 699)

Con el discurrir de los siglos, el amor también hará escribir a Garcilaso de la Vega bellos poemas de amor en diferentes tonos, donde su amor imposible por Isabel Freyre cobran ribetes que muy difícilmente han sido superados por poeta alguno. El matrimonio de Isabel con Antonio de Fonseca, al que apodaban “El Gordo”, y su temprana muerte en 1533 hace brotar en el poeta toledano versos admirables como inmortales:...

Escrito está en mi alma vuestro gesto,
y cuanto yo escribo de vos deseo;
vos sola lo escribiste, yo lo leo
tan solo, que aun de vos me guardo en esto.
En esto estoy y estaré siempre puesto,
que aunque no cabe en mí cuanto en voz veo,
de tanto bien lo que no entiendo creo,
tomando ya la fe por presupuesto.

Yo no nací sino para querernos;
mi alma os ha cortado a su medida;
por hábito del alma misma os quiero.
Cuanto tengo confieso yo deberos;
por vos nací, por vos tengo la vida,
por vos he de morir y por vos muero.

Garcilazo de la Vega
(Soneto V, en “Poesía Castellana Completa” de Garcilaso de la Vega; Ediciones Cátedra S. A. Madrid – 1982. Pág.: 181 – 182)

Puntualizando más lo afirmado acerca del amor en cuanto a su importancia dentro de la poesía, diremos también que la mujer juega un papel preponderante en la creación. Alberti lo afirma y lo sostiene así en el prólogo a su antología “Canción de Canciones”...
“Por legendaria tradición la presencia femenina ha sido y es esencial en la poesía. No es exagerado decir que Dante y Petrarca hubieran sido menos grandes sin la aparición en sus vidas de Beatriz Portinari y Laura di Noves, porque ellas alentaron, desde su cercanía o distanciamiento, la genial inspiración de ambos poetas. Aunque la mujer es la que más a menudo aparece como musa, el hombre ha inspirado y protagonizado también atrevidos y apasionados versos en épocas en que parece imposible imaginar que las mujeres tomaran iniciativas de este tipo”.

(“Canción de Canciones”, María Asunción Mateo – Rafael Alberti; Anaya y Mario Muchnik – 1995 – Madrid. Pág.: 13)

Pero grandes poemas demuestran que este alabado recatamiento muy bien podría haber sido sólo un juego de apariencias. Mujeres de tanta fuerza poética como Sor Juana Inés de la Cruz, Rosalía de Castro, Alfonsina Storni, Delmira Agustini, Gabriela Mistral, Juana de Ibarbourou, Dulce María  Loynaz y tantísimas otras, han dejado escrito versos difícilmente superables en intensidad y pasión por hombre alguno. Y es que es una utopía apreciar quién ama con mayor frenesí, quien posee mayor locura, quien tiene más capacidad y emoción literaria. Pocas cosas han cambiado menos que el sentimiento amoroso, aunque sí su forma de expresarlo. Pero no nos engañemos, “esos pensares tristes”, - usando una expresión de Keats en su “Endimión” - que nos aqueja, nos turba y no sabemos cómo arrancar de la sangre cuando desciende sobre nosotros el mágico misterio del amor, es el mismo de siempre, por encima de modas y tiempo.
Fue Lope de Vega, el más activo barroco que dio la Edad de Oro de la literatura española, quien mejor expresó en sus vitales dualidades sus sentimientos encontrados: en su pasión y burla, en su fe y desengaño, en su amor y soledad. Jamás se ha visto una vida que en su cotidianidad se transforme tan lealmente en literatura como sucedió con el Fénix de los Ingenios. Amó con intensidad y mucho y quiso transformar ese sentir en palabras, dejándonos así un legado invalorable: apasionado testimonio de un vivir intenso y sin descanso. Elena Osorio, Micaela Lujan y Marta Nevares son las tres aristas amorosas sobre las que giró la pasión del poeta madrileño. La muerte de Marta Nevares en 1632, tres años antes de la muerte de Lope, le inspira un bello soneto que nos hace recordar aquella joya de Quevedo, aquel soneto que comienza:

…“Cerrar podrá mis ojos la postrera / sombra que me llevare el blanco día…”. Pero escuchemos primero la voz de Lope en aquel soneto donde el amor por la pérdida de la amada palpita generoso, embadurnando los versos de un luminoso y recordado amor.

Resulta en polvo ya, más siempre hermosa
sin dejarme vivir vives serena
aquella luz, que fue mi gloria y pena,
y me hace guerra, cuando en paz reposa.

Tan vivo está el jazmín, la pura rosa
que blandamente ardiendo en azucena,
me abrasa el alma de memorias llena,
ceniza de su fénix amorosa.
¡Oh memoria cruel de mis enojos!
¿Qué honor te puede dar mi sentimiento,
en polvo convertidos sus despojos?

Permíteme callar sólo un momento:
que ya no tienen lágrimas mis ojos
no conceptos de amor mi pensamiento.

Lope de Vega
(“Poesía Lírica”, Lope de Vega; Edit. Bruguera S.A. Barcelona 1970. Pág.: 314)

Resulta claro observar como las comparaciones salen del corazón del creador; son hipóstasis que a la vez lo torturan y lo consuelan, porque ese amor por la mujer amada a veces lo supera en generosidad o en mezquindad, en bonhomía o en maldad.
La pasión de amar transita otro badén, muy diferente, en el  inteligente, cerebral, genial Francisco de Quevedo. Como en Garcilaso, en Quevedo confluyen lo más perfectos y categóricos endecasílabos de la poesía española; pero es inútil buscar en su delirio el nombre de mujer alguna. Para un hombre que renegó tanto del sexo femenino difícil debe haber sido encontrar madero alguno al cual asirse: Pienso que Quevedo no hubiera hablado tan cruda y brutalmente de las mujeres ni se hubiera mostrado durante toda su existencia tan acérrimamente misógino, si en su infancia, una madre dulce y devota se hubiera afincado junto a él. Parece – después de leer sus escritos más íntimos – que desde su entrada al mundo hubiera acumulado tanta bilis, que sentía la necesidad de descargarla sin importarle contra qué o contra quién. Ya en sus opiniones políticas o religiosas, Quevedo se salía de los límites permisibles con una libertad inaudita a la que no llegaron hombres tan refractarios como Rebelais o Erasmo. Por eso en Quevedo se revelan y contrastan el más apasionado deseo de amar (de proclamarse amor) y el cruel escarnio o desengaño del amor. En su deseo de amar, que su propia condición le impide ejecutar, entregándose generosamente, Quevedo compone uno de los más perfectos y bellos sonetos de la poesía española:

Cerrar podrá mis ojos la postrera
sombra que me llevare el blanco día,
y podrá desatar esta alma mía
hora a su afán ansioso lisonjera;

mas no, de esotra parte, en la ribera,
dejará la memoria en donde ardía:
nadar sabe mi llama el agua fría,
y perder el respeto a la ley severa.

Alma a quien todo un adiós prisión ha sido,
venas, que humor a tanto fuego han dado,
médulas que han gloriosamente ardido,

su cuerpo dejarán, no su cuidado;
serán ceniza, más tendrá sentido,
polvo serán, más polvo enamorado.

Francisco de Quevedo
(“Obras Selectas”, Francisco de Quevedo y Villegas: Librería “El Ateneo” Editorial – Buenos Aires – 1957. Pág.: 847)

Aquí, en Quevedo, preside el poeta, es el rabioso amor de Quevedo el que se exalta y no ya contra la muerte sino contra la propia vida, en la que no supo o quiso o pudo encontrar una Marta Nevares o una Beatriz Portinari a la que entregarse, con todo lo que el amor es renuncia y entrega. Así, a vueltas consigo mismo, burlándose de sí para anticiparse a la posible herida, Quevedo va haciéndose profundo poeta de amor que labra admirables endecasílabos donde se trasciende su ironía, su agresividad, su desengaño, su egoísmo, su audaz inteligencia, y una soberbia que le impide probar el riesgo de entregarse. Por ello, más que sentir en sus labios la viva caricia de la amada, puede aceptarse su confesión de…
Vivo en conversación con los difuntos
y escucho con mis ojos a los muertos.




ARGUEDAS Y VIRGINIA WOOLF

José María Arguedas (Andahuaylas, 1911 – Lima – 1968), narrador, poeta y antropólogo, es una de las figuras más deslumbrantes de la literatura latinoamericana. Víctor Andrés Belaunde, José de la Riva Agüero y Raúl Porras Barrenechea acuñaron la expresión: “forjador de peruanidad”. Esta expresión cabe en la obra de Arguedas, tanto como en la de Garcilaso, Palma y Alegría.  José María a  través de una obra no muy prolífica pero si muy sustantiva, tomó conciencia de la heterogeneidad nacional y del proceso de mestizaje, que él soñó armónico y sustentado en los “Ríos profundos” de lo autóctono.

  Arguedas hizó las banderas como portavoz de las culturas dominadas y marginadas por la expresión “occidental”, pues defiende la identidad y capacidad de asimilación creadora de éstas, personificando un problema vital del “Tercer Mundo” y las de las sociedades “tradicionales”.  José  María  sobrepasó en su obra el simple regionalismo en provecho de una significación de alcance nacional, continental e inclusive mundial.  También Arguedas “quechuizó” el español con un vigor artístico muy superior a las páginas antecesoras de Guamán Poma de Ayala y Gamaliel Churata: “encarnación verbal del mestizaje, respuesta al bilingüismo” (Ricardo González Vigil, “El Perú es todas las sangres”. Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú).  También Arguedas promovió la difusión y el cultivo de la lengua y la literatura quechuas, poniendo énfasis en su riqueza intraducible.

El autor de “Todas las sangres” es también una de las cumbres del realismo maravillosos americano, afín a Rulfo y García Márquez, por enlazar el mito con la revolución (con su posición socialista).  La religiosidad profunda existente en sus últimas obras tampoco es ajena.

Su incomprensible suicidio me lleva a reflexionar sobre un común denominador entre Arguedas y la escritora Virginia Woolf, denominador que yo definiría en dos acápites.

En Arguedas la crisis de una dolencia psíquica contraída en la infancia y que en mayo de 1944 (Arguedas cuenta ya con 33 años) hizo crisis y lo mantuvo neutralizado para escribir durante cinco años.  Esto, para un artista, resulta fatal.  Este problema psíquico, que va minando su energía creadora, será el detonante que lo llevará a pensar en el suicidio como única solución al problema que lo está destruyendo física y anímicamente.


Archivo:Virginia Woolf by George Charles Beresford (1902).jpgEn el caso de Virginia Woolf las distintas crisis nerviosas que sufrió a lo largo de su vida, la llevaron a unos estados depresivos severos que la misma autora documentó en sus obras.  En sus novelas como “La Señora Dalloway”, “Al faro”.  “Las olas” u “Orlando”, encontramos personajes aquejados de estados depresivos similares a los de ella; inclusive la autora innegablemente que con una cuota de ficción, expone y explica la depresión: cómo había surgido, cómo se manifestaba y cómo se superaba.   Los calificativos de “loca”, “demente” y “lunática” con que su marido, Leonard Woolf, califica estas depresiones, son del todo desacertadas y equívocas.

 La voluminosa autobiografía (5 volúmenes. Cf: “Virginia Woolf” por Leonard Woolf; Boston, Bruce Humphries, Inc; 1945) sobre la autora  que publicará su marido está llena de estos calificativos ofensivos e inadecuados.  Utilizar estas palabras refiriéndose a una escritora que analizó sus  problemas con tal lucidez y valentía, y que al hacerlo creó obras de arte que figuran entre las más brillantes del siglo XX, parece indefendible.  Esas crisis depresivas la arrastran a una desesperanza existencial que en ella tenía un motivo especial: la sensación de que no tenía ya un público para el cual escribir, que no había nadie que la escuchara, un grupo de personas que supieran que ella existía, que era una escritora y que supieran que estaba viva.  Si, tengo cosas que escribir, pero en este momento, vísperas de publicación, quiero consignar mis emociones.  Son intermitentes; en consecuencia no son muy fuertes, nada que pueda compararse con lo sufrido en los momentos precedentes a la publicación de “Los años”, no, ni mucho menos” (Diario de una escritora, Virginia Woolf.  Editorial Lumen, Segunda edición: 1982, Pág. 447).

En 1895, cuando Virginia había cumplido los trece años, ocurrieron muchos hechos dramáticos que, sin duda, a la larga serían la causa de la débil naturaleza física y mental de la escritora.  El primero fue la muerte de su madre; el segundo, el infame acoso sexual y los intentos de violación de su medio hermano, hijo de su padre.  A partir de entonces cada nueva pérdida, cada frustración, le ocasionó agudas depresiones de la que ha dejado testimonio en su “Diario de una escritora”.  En 1897 murió su hermana Stella y en 1904 murió su padre, dos años después de haber sido nombrado caballero.  Esta muerte le causó una segunda crisis nerviosa y un primer intento de suicidio; se arrojó por la ventana de un segundo piso.

En 1907. Después de superar algunos estados depresivos, empezó a escribir su primera novela.  El 10 de Agosto de 1912 se casa con Leonard Woolf, de allí tomaría, como era costumbre, el apellido Woolf.  Sin embargo, debido a la precaria e inestable salud de la autora, se les recomendó a los Woolf que no tuvieran hijos, lo que originó en ella nuevos estados depresivos internamientos en clínica de reposo e incluso un nuevo intento de suicidio, esta vez la ingestión de pastillas de Veronal, al sentir erróneamente que su matrimonio naufragaba a causa de su esterilidad.  En 1912, a los 34 años, Virginia Woolf conoce a una escritora de poco talento, Vita Sackvill-West, a quien haría su amiga íntima y luego su amante.  Esta relación homosexual esta novelada en la más bellas carta de amor del siglo XX: en la novela titulada “Orlando

La sociedad inglesa puritana, la misma que condenó la homosexualidad de Oscar Wilde a fines del siglo XIX, encuentra una forma de anularla: ignorándola.  Este método no era nada nuevo en la sociedad inglesa de esa época, Giles Leytton Strachey (1880 – 1932) también fue víctima de los victorianos hipócritas y pacatos, pues, sus obras, condimentadas con ironías, provocaron gran escándalo en la burguesía inglesa.

A todas estas calamidades acumuladas desde su niñez, hay que sumar las atrocidades de la Segunda Guerra Mundial, hecho bélico que le provocaría estados depresivos constantes.  Su vida terminó de una manera tan triste como inevitable.  Jamás logró superar los traumas de su infancia; su inestable matrimonio fue una espina durísima que se hundía cada vez más; y la locura absurda de la guerra un dolor que la encerraba en sí misma y la hacía más miserable a medida que el género humano se degradaba.

Todo aquello terminó por rendirla, haciéndola caer en una profunda depresión, un terrible estado de suspensión del ser y del dolor intenso que, como una ola tal como la describen sus diarios, cubría su corazón enteramente.  La vida es un sueño; el despertar es el que nos mata”, había escrito ella. Si así es, pues de lo que se trataba era de no despertar.  Por ello, el 28 de Marzo de 1941, Virginia tomó la decisión de arrojarse al río Ouse.  Cargó sus bolsillos de piedras y murió, según se cuenta, como había vivido los últimos años: aferrada a una de ellas.  

Regresando a Arguedas, a este también tuvo una infancia y una niñez trágica, maltratado brutalmente por su madrastra y por su hermanastro, Arguedas se refugiaba entre los aborígenes de su comunidad natal en Andahuaylas, compartiendo su lengua y sus costumbres.  Las veces que su padre no podía llevarlo con él en sus viajes por diversos pueblos de la sierra, el niño “Ernesto” (como se hace llamar Arguedas en “Los ríos profundos

Ya en su primer matrimonio con Celia Bustamante, Arguedas acusa síntomas psicológicos anormales: sus insomnios crónicos perturban la tranquilidad y los sueños de su esposa; las relaciones se deterioraron y la pareja en 1965 por mutuo acuerdo se divorciaron.

Luego con la chilena Sybila Arredondo contraería segundas nupcias.  El matrimonio fue un error.  El mismo Arguedas, en carta dirigida a su entrañable amigo José Ortiz Reyes y fechada el 27 de Agosto de1968, así lo confirma, he aquí un extracto de la carta a la que hago referencia.

Con Sybila la cosa no marcha ni marchará jamás.  Nunca se realizará entre ella y yo la integración tan anhelada. Sybila es la antítesis consciente e inquebrantable de la mujer que busqué.  Es una mujer maravillosa, pero para otro tipo de hombre.  Yo estoy demasiado hecho a recibir de la mujer cuidados y ternuras. Sybila considera que este tipo de mujer es la mujer sierva.  Ella, con razón, desea una vida paralela de quienes se aman, con la más absoluta independencia y lealtad.  No le gusta arreglar la casa, no le gusta la casa: es una mujer de empresa, acerada y por tanto incapaz de hacer concesiones”.

Vemos cómo desde la infancia, Arguedas, al igual que Virginia Woolf, va acumulando traumas que van transformándose en crisis existenciales que lo llevarán a dispararse un tiro en la cabeza en los baños de la Universidad Agraria en noviembre de 1969.





Blaise Pascal
PASCAL Y JOSEFO, ISLAS DE UN MISMO MAR
En el famoso auto de fe que tuvo lugar en Valladolid el 8 de octubre de 1559, al cual se digno asistir Felipe II, dieciséis de los condenados habrían de morir en la hoguera, pero cuando llegaron al trágico brasero, la mayoría de ellos, aterrados por la horrorosa pena que les aguardaba, confesáronse antes de morir, con lo cual conseguían que los ahorcasen primero y los quemaran después. De todos aquellos, convictos de herejía, únicamente hubo dos cuya fortaleza triunfo hasta el fin del temor de los padecimientos, no queriendo aminorarlos por no traicionar a su conciencia.

Uno de estos fue Carlos de Seso, noble florentino, que había estado en buenas relaciones cortesanas con Carlos V. Unido con una señora distinguida de Castilla, se traslado a España y fijó su residencia en Valladolid. Con el tiempo Carlos de Seso abrazó las doctrinas de Lutero, instruyo con ellas a su familia, y con el mayor celo comenzó a predicarlas en Valladolid y en los pueblos inmediatos: en claras palabras no hubo hombre a cuya intrepidez y constancia debiese más en España la causa de la Reforma, por esta razón Carlos de Seso se hizo blanco fijo de la Inquisición.

Carlos de Seso no tuvo un instante de flaqueza durante los quince meses que permaneció encerrado en sus tétricos calabozos, privado de todo trato humano, y al pasar delante del Rey cuando lo llevaban al suplicio, se encaro con él y le dijo: “¿Así permitís que se persiga a vuestro inocentes vasallos?”.  A lo cual Felipe II contestó: “¡Si mi hijo cayese en el mismo error que vos, yo mismo llevaría la leña para quemarlo!”.

Tan terribles palabras sólo caben en la más recalcitrante intolerancia, para justificar a la Inquisición, ese ente político represivo donde se combinaban intereses religiosos hondamente sentidos con razones “de Estado”, las peores que se conocen para justificar injusticias. A guisa de ejemplo, para ilustrar este tipo de fanatismo, conviene mencionar este hecho: cuando en la época de los reyes católicos corrió el rumor de que se había tomado la decisión de expulsar a los judíos – rumor que resultó verdad porque siempre estaba el siniestro Tomás de Torquemada, más tarde famoso inquisidor siseando en la oreja de la reina Isabel de Castilla, el doctor Isaac Abravanel y otro rico judío  ofrecieron 300,000 ducados con la esperanza de evitarla. Fernando era partidario de aceptar la oferta, cuando repentinamente se presento Torquemada antes los dos soberanos con un crucifijo en las manos y exclamando: “¡He aquí el Crucificado a quien el malvado Judas vendió por treinta monedas de plata! ¡Si elogiáis  este hecho, vendedle a mayor precio!”. No se ha llegado a saber cuál fue la causa final por la que los reyes católicos decidieron imponer la Inquisición, pero bien podríamos inferir que fue una consecuencia natural de su política frente a musulmanes y judíos, dos religiones que como el Cristianismo son movidas por los hilos de la intolerancia y el fanatismo más radical.

Llama la atención el hecho de que una mente tan lúcida como la de Pascal, haya sucumbido tan dócilmente en el fanatismo religioso, en esa tendencia judaizante tan extrema como lo es el cristianismo o el islamismo. Aquí ningún fanatismo anula al otro, son enfoques complementarios (que aunque son contradictorios entre ellos, son tricotómicos, como las caras de una medalla de tres caras: son diferentes, pero pertenecen a un todo).

Marin Marsenne
Pascal fue discípulo de Marín Mersenne, religioso que ocupa un puesto propio en la gran revolución científica e intelectual del siglo XVIII europeo. Mersenne fue el gran forjador de la Academia Parisienses, primer núcleo de lo que después sería la Academia des Sciences. Gran mérito hubiera resultado este hecho, si no hubiera caído en la tentación de un ideal forjado entre ángeles alados y nubes revestidas de sotaní: su gran sueño era la fundación de una Academia internacional bajo el patronazgo del papa y de los príncipes cristianos, donde pudieran reunirse teólogos, filósofos, juristas, físicos, químicos y todo aquel que tuviera  que ver con las artes, la humanística y las ciencias. En este consomé de ideales cristianos fue a sumergirse Pascal, a someter su libertad de pensamiento, tan vital para su oficio, a un consistorio erigido sobre una religión fanática y mendaz. Exacerba el ánimo descubrir que quien  maravilló a los hombres de su tiempo cuando a los dieciséis años publicó sus “Tratados de las cónicas”, escribiera años más tarde refiriéndose al pueblo judío… “El hallazgo de este pueblo me sorprende y me parece digno de atención. Considero la ley, que ellos se sienten alagados de haberla recibido de Dios, de algo admirable”, y más adelante agrega “Veo, desde luego, que es un pueblo [el judío] del todo compuesto de hermanos, y así como todos los demás está formados de infinidad de familias, éste aunque extraordinariamente numeroso, ha salido de un solo hombre, y siendo todos de una misma carne, miembros los unos de otros, componen un poderoso Estado de una sola familia. Esto es único”. Y agrega decidido y convencido de su ortodoxo razonamiento, “Esta familia, o este pueblo, el más antiguo en el conocimiento de los hombres: lo cual atrae hacia él una particular veneración, y principalmente en la investigación que proseguimos, porque  si Dios se ha comunicado desde siempre a los hombres, es a ese pueblo, al que hay que recurrir para saber la tradición de la revelación” (El hombre con Dios, Pensamientos). Nunca imaginó el filosofo francés que más de tres siglos después la versión judía de Adolf Hitler, Ariel Sharom, comandaría incontables hordas de soldados israelíes para masacrar y asesinar palestinos, libios y a todos aquellos que estuvieron en contra de sus políticas arbitrarias y así como Hitler acostumbraba mostrarse en carro descubierto por los países conquistados, el belicoso Ministro de Defensa israelí gustaba circular triunfalmente en traje de faena, como un moderno Támerlan, subido a lo alto de su transporte personal, después de cada orgía de sangre donde despedazar un niño, volarle la cabeza  a un anciano o balear a una gestante significaba lo mismo que matar a un palestino armado: Todos eran iguales ante su vengativo y sádico Dios Judío.

¿Pero cuáles son las fuentes donde Pascal gustaba beber de la historia para reforzar su apologética judía? Indudablemente en los textos de Flavio Josefo, historiador judío nacido, según su auto biografía, “en el primer año del principado de Gayo César” (37 – 38 d.C). No sólo de los siete libros de  “La guerra de los judíos”, sino principalmente de “Contra Apión”, texto que Josefo dedica integralmente a traer por tierra las opiniones Vitriólicas que Apión vertió sobre los judíos. ¿Pero quién es este Apión? Hagamos un poco de historia. El emperador Augusto se había mostrado siempre muy benevolente con los judíos y había confirmado expresamente  sus derechos. En un decreto se decía: “César Augusto, Pontífice Máximo, con prerrogativas de tribuno, hace caber por el presente decreto: En consideración a que el pueblo de los judíos, no solamente ahora, sino ya antes y especialmente en los tiempos de César, mi padre adoptivo, cuando Hircano era sumo sacerdote, ha demostrado ser fiel y sumiso al pueblo romano, he decidido…ordenar que los judíos puedan continuar con sus instituciones y con la ley de sus padres…que además no puedan tocarse los fondos recaudados para el templo… “Augusto hizo incluso sacrificios para los judíos y su esposa Livia también fue benévola con ellos y envió ofrendas al Templo de Jerusalén.

En cambio Tiberio, el nuevo señor del mundo, no quería a los judíos, odiaba el judaísmo, que a él, lo  mismo que a la mayoría de los romanos, le parecía tan incomprensible, tan diferente de todas las demás religiones, y que incluso se creía superior  a todas las demás. No hay ninguna duda de que en esta postura del emperador influía de   manera decisiva un hecho personal. El destino quiso que precisamente uno de los peores enemigos del judaísmo de la época se hubiera ganado el favor de Tiberio: el escritor Apión. Apión un heleno que vivía en Roma desde hacía algún tiempo, era oriundo de Alejandría, donde desde hacía ya mucho tiempo corrían las más infames leyendas y sospechas contra los judíos. Desde la época de los primeros Ptolomeos, en la ciudad del delta del Nilo había existido como en ningún otro lugar del Mediterráneo una fuerte oposición entre judíos y griegos tanto intelectual como económica. Ya muy pronto se habían entablado discusiones entre los filósofos griegos y los jefes destacados del judaísmo. Bien es verdad que con la Septuaginta se habían dispersado desde Alejandría muchos escritos filosóficos de escritores y pensadores judíos que habían despertado respeto y admiración en el mundo culto de la lengua griega: tanto en Atenas como en pequeños círculos de Roma, en Corinto como en Antioquía. Pero aún así, este círculo era pequeño: que sabían de esta sabiduría semítica las masas de Alejandría. A los egipcios, habitantes nativos del país, y a los griegos que consideraban la capital como una ciudad helénica por haber sido fundada por su Alejandro Magno y haber sido reconstruida con tanta magnificencia por los Ptolomeos, reyes griegos también, los movían otras cosas completamente diferentes: los intereses de la vida diaria que tenían su raíz en la activa vida comercial de la ciudad. La metrópolis del Nilo había ascendido a la categoría de primer puerto de tráfico del Imperio. Pero a cada paso, en todos los terrenos de la vida económica, pública o privada, los egipcios y los griegos tropezaban con los "extranjeros" de los barrios judíos: en la construcción de barcos, en la navegación, en la importación y en la exportación, en la navegación mercante por el Nilo y en la artesanía, e incluso en la burocracia y en el ejército.

Si ya el hecho de que César hubiera reconocido a los judíos el derecho de ciudadanía era una espina que tenían clavada los egipcios y griegos, ahora consideraban la competencia con los "extranjeros", tan dotados como laboriosos, como algo fastidioso e indignante. La dura lucha por la existencia en la vida diaria hizo nacer envidias y rivalidades. De la envidia nació el odio hacia los "extranjeros", entre los cuales había familias que llevaban en Alejandría mucho más tiempo que muchos griegos; este odio terrible no perdió ocasión para colocar a los judíos fuera de la ley o para perjudicarlos en su reputación.

No extraña entonces que esta opinión hostil se manifestara en los escritos, cuya finalidad era la de desprestigiar, escarnecer y discriminar a sus conciudadanos judíos. Los libelos caían en terreno abonado y pronto encontraron una gran masa de lectores. Es en este punto álgido donde Apión, deseoso de notoriedad y vanidoso, escribió libelos de este tipo. Tanto de palabra como por escrito excitaba los ánimos contra los judíos, especialmente en sus "Historias egipcias". Por monstruoso que fuera lo que Apión escribía en sus "Aigyptiaka" contra los judíos, todo era aceptado como cierto. Apión había tenido el tacto de disfrazar sus historias terroríficas con el nombre de "leyendas históricas", haciendo suponer que habían sido sacadas de antiguas fuentes. No obstante, la mayor parte de lo que relataba era extraído de un escrito difamatorio del mismo título que había redactado el sacerdote egipcio. Maneto en la primera mitad del siglo III a de J.C. Sin ningún reparo, Apión copió lo que encontró de injurioso contra los judíos y su religión en la obra de este antecesor de todas las calumnias antisemitas.

Veamos algunas perlas: según su relato, los antiguos israelitas, en la época de su estancia en Egipto, habían sido en realidad una tribu de leprosos. Por este motivo el faraón Amenofis los había enviado a trabajos forzados en las canteras. Moisés, que en realidad había sido un sacerdote egipcio renegado llamado Osarsis, se puso un día a la cabeza de estos leprosos y con la ayuda de los hicsos, una tribu de pastores, había vencido al faraón y había gobernado durante un tiempo sobre Egipto, hasta que al fin los leprosos fueron expulsados del país del Nilo.

Y según se leía en el libro de Apión, de Osarsis provenían aquellas leyes según las cuales las divinidades egipcias no debían ser honradas y los animales sagrados debían ser sacrificados.

En el tiempo de Jerusalén había ocupado el lugar de honor una cabeza dorado de asno; los judíos la habían adorado hasta los tiempos de Antíoco Epifanes. Y cuando en la primavera comían panes ázimos, esto sólo lo hacían de panes robados.

Flavio Josefo
Pero la "historia egipcia" más espeluznante que relata Apión, que después fue contada también  por historiadores griegos y romanos y que más adelante incluso aparece en Tácito, Plutarco y Juvenal, es la siguiente "revelación": los judíos se apoderaban cada año de un griego, lo cebaban en su templo para luego un día llevárselo al bosque y matarlo según ciertos ritos durante los cuales se lanzaban improperios contra los griegos. ¡Asesinato ritual! El heleno Apión difundió con sus discursos y escritos esta, según el historiador Flavio Josefo, calumnia, la más repugnante de todas las calumnias.

Lo cierto es que Apión fue el hombre cuyas historias se murmuraban con excitación en los círculos de la corte de Roma, y el que "informaba" acerca de los judíos a su protector imperial, Tiberio, que le daba el nombre de "Cymbalum mundi", "la campana del mundo". ¿Cuánto influyó Apión para que Tiberio tomara medidas antijudías? Mucho, seguramente; de ahí que estos escritos de Apión generaran la reacción posterior del historiador judío Flavio Josefo, quien con sumo detalle refuta punto por punto lo que él considera, más que inexactitudes, una retahíla de infundios contra su pueblo. Escuchemos a Josefo: ..."Apión se ha atrevido a decir que en ese santuario los judíos habían colocado una cabeza de asno a la que adoraban y consideraban digna de gran veneración; afirma que el hecho se supo cuando Antíoco Epifanes saqueo el templo y se encontró la cabeza, de oro y de un precio considerable. A esto le respondo en primer lugar que, aunque tal cosa hubiera existido entre nosotros, él, como egipcio, no tendría nada que reprocharnos, porque el asno no es inferior a los hurones, los machos cabríos u otros animales que los egipcios tienen por dioses. En segundo lugar, ¿cómo no se ha dado cuenta de que los hechos le censuran su increíble mentira? Siempre hemos tenido las mismas leyes, de las cuales nos servimos constantemente, y cuando circunstancias adversas han cubierto de vejaciones a nuestra ciudad, igual que a otras, y Antíoco el Piadoso, Pompeyo el Grande, Licinio Craso y, recientemente, Tito César, vencedores en la guerra han ocupado el templo, no han encontrado allí nada semejante, sino el más puro sentido religioso, sobre el cual no tenemos nada que ocultar a los demás" ("Contra Apión", Flavio Josefo; Libro II, 80 - 82). La calumnia sobre la cabeza de asno aparece de distintas formas, verbigracia: Tácito, Historias V 3ss., refiere que Moisés siguiendo una manada de asnos salvajes, descubrió agua en el desierto. Diodoro (Fr. XXXIV) afirma que Antíoco Epífanes encontró en el templo la estatua de un hombre barbado (Moisés), cabalgando sobre un asno. La famosa calumnia de Apión, sobre el asno, pasó posteriormente a los cristianos y ya la encontramos en Tertuliano, Apología 16. El odio de Josefo contra Apión alcanza niveles vitriólicos pocas veces vista Josefo le reprocha a Apión el no haber tenido en cuenta lo que todo el mundo sabía, que Antíoco, escaso de dinero, violó los pactos y saqueó el templo de los judíos, que estaba lleno de oro y plata. Dice sobre este hecho Josefo…”Esto es lo que Apión debería haber tenido en cuenta si él mismo no hubiera tenido un corazón de asno y una desvergüenza de perro, animales a los que suelen adorar los de su raza. Su mentira está fuera de cualquier razonamiento, nosotros no concedemos honor ni prerrogativa alguna a los asnos, como hacen con los cocodrilos o las víboras los egipcios, que consideran dichosos y merecedores de la divinidad a los que son mordidos por las víboras o devorados por los cocodrilos” (supra, 85 – 86). Josefo sostiene que entre los judíos como entre toda la gente sensata, los asnos transportan la carga que se les pone encima, y si se acercan a las eras a comer o no cumplen su tarea reciben muchos golpes, ya que ellos están destinados al trabajo cotidiano propio de las bestias de carga y a la agricultura. De ahí que considere que Apión  es un ser torpe como para haber inventado mentiras de esa calaña, que ni siquiera ha sabido concluirlas de forma convincente.

Josefo reprocha a Apión que si se atreve a hablar de religiosidad, conviene que no ignore que es menos impuro violar el recinto de un templo que calumniar a sus sacerdotes. Lo acusa de estar en el cúmulo de esos autores que se dedican a defender a un rey sacrílego que ha escribir los hechos exactos y verídicos sobre los judíos y sus templos. A esos autores, en los que se encuentra Apión, les imputa el defender a Antíoco y encubrir la deslealtad y el sacrilegio que cometió contra el pueblo judío a causa de su escasez de dinero y el hecho de inventar la infame calumnia del asesinato ritual…”Apión se ha convertido en el portavoz de los otros y dice que Antíoco encontró en el templo un lecho donde había un hombre acostado y delante de él una mesa llena de manjares, peces, animales terrestres y volátiles. El hombre estaba estupefacto. Al entrar el Rey lo saludó al instante con adoración, como si le trajese un gran alivio. Cayendo de rodillas, con la mano derecha extendida, le pidió su libertad. El Rey le dijo que confiara en él y le dijera quién era, por qué vivía allí y cuál era la razón de aquella comida. Entonces el hombre, entre gemidos y lágrimas, le contó su desgracia en tono lastimoso. Dijo, continua Apión, que era friego y que mientras recorría la provincia ganándose la vida, había sido capturado de repente por hombres de raza extranjera que lo habían llevado al templo y encerrado allí. No dejaban que nadie lo viera y le preparaban toda clase de manjares para que engordara. Al principio, tuvo aquello por un inesperado beneficio y le produjo contento, luego sospechas, y más tarde estupor. Finalmente, tras preguntar a los servidores que lo atendían, conoció la ley inefable de los judíos, en nombre de la cual era alimentado, costumbre que practicaban todos los años en una época determinada. Atrapaban a un viajero griego y lo cebaban durante un año. Luego lo llevaban a un bosque donde lo mataban. Sacrificaban su cuerpo según sus ritos, comían sus vísceras y, durante la inmolación, juraban mantener su enemistad contra los griegos; luego, arrojaban a una fosa los restos de la víctima. Refiere después Apión que aquel hombre había dicho que le quedaban ya pocos días de vida y que había suplicado al Rey que por respeto a los dioses de los griegos y para vencer las insidias de los judíos contra su raza, lo librase de los males que lo amenazaban. Semejante fábula no sólo está llena de toda clase de efectos dramáticos, sino que abunda en cruel desvergüenza y no libra a Antíoco del sacrilegio como creen los que han escrito esto en su favor” (supra, 91 – 97). Termino aquí este ya necesario paréntesis histórico, necesario por cuanto de Josefo, insisto, se empapó Pascal para nutrir sus pensamientos apologéticos hacia el pueblo judío.

Pascal es un hombre de esperanzas. Para él, si bien el ser humano está lleno de abyecciones, siente que hay en él una capacidad y una tendencia hacia el bien. Esta contradicción de su  propia naturaleza debe impulsar al hombre a la búsqueda de la verdad, para ello, tiene de su lado como estímulos la eternidad, la muerte o el amor.

El hombre debe contraerse sobre sí mismo para poder desligarse momentáneamente de la inconsecuencia e incertidumbre de la vida mundana, del relativismo de los principios y de las engañosas seguridades de sello humano, siempre volubles y sin basamentos consistentes. Pero, al mismo tiempo, Pascal es un convencido que el hombre necesita salir de sí mismo y contemplarse en su estado real de decadencia, pues, sólo así, logrará su trascendencia. Cuando el gran filósofo logra sacudirse de su manto judío que algunas veces parece nublar su razón nos vislumbra con su pensamiento lúcido y asertivo: … “el tiempo cura los dolores y las querellas, nos dice en una de sus más celebradas reflexiones, porque se cambia, no se es la misma persona. Ni el ofensor ni el ofendido son los mismos. Es como un pueblo al que se ha irritado y que se volviera a ver después de dos generaciones. Son franceses todavía, pero no los mismos”. Reflexionando sobre las contrariedades que gobiernan la vida del hombre, Pascal nos dice que… “El hombre no es más que un sujeto lleno de error natural e indeleble, sin la gracia. Nada le muestra la verdad. Todo lo engaña. Estos dos principios de verdades, la razón y los sentidos, además de que cada uno de los carece de sinceridad, se engañan recíprocamente el uno al otro. Los sentidos engañan a la razón con falsas apariencias, y esa misma trampa que hacen a la razón la reciben de ella a su vez: se desquita.

Las pasiones del alma turban los sentidos y le producen impresiones falsas. Mienten y se engañan a porfía”.

No hay que negarle a estos textos su pizca de gracia cristiana, pero es Pascal; el Pascal que se desnuda de lo impersonal y colectivo del hombre, el hombre que, como un árbol se desprende de su corteza, lo hace él de aquellos hábitos prejuiciosos y seguridades ficticias que le proporcionan una ilusoria consistencia, hasta hallar su íntima y profunda verdad. La grandeza del filósofo de Clermont – Ferrand, está en darle una posición central al hombre en una época en que éste ocupaba una posición marginal en el pensamiento filosófico. En esa encrucijada histórica en la que el pensamiento se empapa de contenidos filosóficos, Pascal apuesta por el hombre. Sus Pensamientos, que parecen un conjunto de notas destinadas a servir de basamento para la confección de una defensa del cristianismo, encierran reflexiones y meditaciones de una profunda originalidad que contrastan con el encasillamiento apasionado y exaltado con que se expresó cada vez que tenía que acomodar su pensamiento al ideal cristiano.

La certeza por la cual llegamos a través de la razón muchas veces termina siendo sólo un espejismo, piensa Pascal no debemos buscar seguridad ni firmeza en una razón que constantemente se ve desengañada por la inconstancia de las apariencias. Nada puede fijar lo finito entre los dos infinitos que la encierran [a la razón] y se le escapan…

Este es nuestro estado verdadero; es lo que nos hace incapaces de saber ciertamente y de ignorar absolutamente. Navegamos en un intermedio vasto, siempre inciertos y flotantes, arrastrados de un extremo al otro. Cualquier término al que pensemos asirnos y afianzarnos, se bambolea y nos abandona; y si lo seguimos escapa a nuestros intentos de asirlo, nos resbala y huye con una huida eterna. Nada se detiene para nosotros. Es el estado que nos es natural, y , sin embargo, el más contrario a nuestra inclinación; ardemos en deseos de hallar una posición firme, y una última base estable para edificar en ella una torre que se eleve hasta el infinito, pero todo nuestro fundamento se derrumba y la tierra se abre hasta los abismos”.

(Pensamientos, lugar del hombre en la naturaleza: los dos infinitos – 84). Hombre de profundos cuestionamientos, Pascal se interroga, como lo había hecho antes Aristóteles en su Metafísica  y lo haría después Friedrich Nietzsche en La voluntad de poder, si existen principios racionales absolutamente ciertos. Llega al convencimiento de que conocemos la verdad no sólo por la razón, sino también por el corazón… “De esta última manera [por el corazón] conocemos los primeros principios, y es en vano que el razonamiento que no tiene parte en ellos, trate de combatirlos (…) sabemos que no soñamos por impotentes que seamos de probarlo por la razón, y esta impotencia no lleva a otra conclusión que la debilidad de nuestra razón, pero no la incertidumbre de todos nuestros conocimientos como ellos pretenden, pues el conocimiento de los primeros principios, como que hay espacio tiempo, movimientos, números, es más firme que ninguna de las razones que nos dan. Y es necesario que la razón se apoye en estos conocimientos del corazón y del instinto, y en ellos  fundamentalmente todo su discurso. (…) Y es tan ridículo que la razón pida al corazón pruebas de sus primeros principios, para consentir en ellos, como sería ridículo que el corazón pidiese a la razón un sentimiento de todas las proposiciones que demuestra para aceptarlas. Esta impotencia no puede pues servir si no para humillar a la razón, que querría juzgar de todo, pero no para combatir nuestra certeza, como si la razón fuese la única capaz de instruirnos.

¡Pluguiese  a Dios que nunca tuviésemos necesidad de ella, y que conociésemos todas las cosas por instinto y por sentimiento! Pero la naturaleza nos ha negado este  bien, y, por el contrario, nos ha dado muy pocos conocimientos de esta clase; todos los demás no pueden ser adquiridos sin por razonamiento”. 





LA PUNTA DEL ICEBERG
En el Perú no se practica el periodismo sino el sensacionalismo; aquí no importa la noticia sino el rating. Aquí no vale la caza submarina periodística, porque las profundidades de la noticia, ahí donde los políticos esconden las heces, no interesan al vulgo: a este copioso gremio solo le importa el petardismo, lo novedoso, lo sanguinoliento, lo que huele a podrido  y no lo podrido que ya perdió el olor aunque siga siendo putrefacto. Sólo fascina la punta del Iceberg,  no el hielo que cubre el agua.

César  Hildebrandt, ejemplo de periodismo
que no se doblega.
Ahí están como ejemplo los tristemente célebres petroaudios, donde los delincuentes se pavoneaban como prójimas callejeras de los “faenones” que hacían a vista y paciencia del cómplice de sombras, ese que va a pasar a la historia como el gobernante de pesadilla que ha tenido el Perú, el gran maestro del engaño que en uno de sus aforismos más lumpenescos dejo que “la plata viene sola”. Sí, el que se  embolsilló dinero del estado en su primer gobierno y que escapó de la justicia como corsario en el primer galeón clandestino que encontró en buen puerto; el hombre que regresó (amparándose en una Constitución gelatinosa hecha por leguleyos de medio pelo, donde figura un decreto por el cual todo delito prescribe después de diez años de cometida) para hacerse elegir por un vulgo soez e ignorante, Presidente de la Republica, por un nuevo periodo de cinco años.

El lobo cambia de pelos, pero no de mañas, dice el refrán, y este Mago de Oz de contrariedades, volvió con más fuerza y con los bolsillos más holgados para llevarse lo que había dejado en su primer atraco; ahora sí, con más experiencia. Ya no necesitaría ensuciarse las manos, sus compañeros de banda blandirían las ganzúas por él: el campo de la magia cobraría peaje.

Conocedor de nuestro periodismo criollo, ese oscuro gremio acostumbrado a doblar las goznes ante el Francis Drake de turno, el gordito bonachón de Alan García, siguió haciendo de las suyas bajo un lema que aprendió a pie juntillas y que parece sacado del catecismo político vargasllosiano: “Para gobernar el Perú, hay que hacerlo bajo el padrinazgo de los ricos”.

Maestro en apropiarse de lo ajeno, el líder del agonizante aprismo llegó a la altura de Caco; aficionado al braguetazo y convertido en un Agamenón criollo, se olvidó que era cazado cuando quiso superar al rey micénico en infidelidades conyugales: con bombos y platillos convocó a una conferencia de prensa para anunciar, frente a su Primera Dama, que era padre de un niño fuera del matrimonio; todo un ejemplo de paternidad, todo un modelo a seguir.

César Levano, uno de los pocos, valientes
y dignos periodistas.
García sabe muy bien que en el Perú  la prensa comanche gusta de las dádivas, del billete fácil; una prensa que solo persigue a las “ratas políticas”, hasta que suelten parte del botín: ¡En el dolor humano! ¡En la victoria hermanos! ¡En la repartición, disciplina compañeros! Prensa de titulares rimbombantes y fiesteros, nuestro periodismo se baña diariamente en las aguas de la sentina política con la misma algarabía  que una damisela en agua florida. Periódicos y noticieros blasonan de honestos y representan “prensa libre”, cuando hasta el observador más ingenuo puede olfatear que bajo esas apariencias engoladas, yace una objetividad para juzgar los hechos, en estado de descomposición,

Si es verdad o no tal latrocinio en las arcas del Estado, a nuestros honorables plumíferos ya no les interesa cuando la denuncia ya no es miel de portada; solo tiene interés la mercancía que vende periódico, la noticia morbosa y turbulenta que imanta nuestros ojos ante el televisor, lo que encandila el oído ante el radio como dulzor de loto homérico que atonta, sacia lo escatológico del alma y obnubila la mente.

Por el caso “Watergate”, Richard Nixon tuvo que renunciar (previos lagrimones y mea culpas en la televisión a nivel nacional) a la presidencia de los Estados Unidos, el país que tiene la “menos peor” democracia del mundo. ¿Qué había pasado?

Cinco hombres habían sido detenidos en la madrugada del 17 de junio de 1972 en el edificio “Watergate”, donde funcionaba el Cuartel General del Partido Demócrata, partido opuesto en ideales y en intereses a los republicanos del presidente Nixon. Llevaban consigo esos zaragates un complejo equipo fotográfico y una serie de instrumentos electrónicos con los cuales querían “chuponear” a los demócratas, algo común en los intersticios de la política de baja estafa. El “Washington Post”, uno de los más importantes periódicos del país del norte, encargó a dos jóvenes reporteros investigar el caso: Carl Bernstein de 28 años y Bob Woodward de 29. Ambos honrarían a la profesión periodística desentrañando uno de los escándalos políticos más aberrantes de la historia estadounidense.

Abrazados a la roca de la dignidad y la ética profesional,      Woodward y Bernstein se aferraron a ella hasta tocar el fondo de un océano de podredumbre, convencidos de que allí, en ese fondo de fetidez y de limo, yacía la verdad de aquel asunto tenebroso. Palabras para calificar ese acto de heroísmo no pueden encontrarse en lengua alguna, cuando la acción, orlada de valentía y coraje, raya en lo inefable. En aras de la profesión, desecharon las flores aromáticas del vergel de la comodidad para aspirar los miasmas de un albañal.

A riesgo de sus vidas, Bernstein y Woodward logaron desenrollar la madeja, cuyo hilo final, tocaba las entrañas del mismo Nixon.

Siete ayudantes del Presidente en la Casa Blanca y en la campaña electoral, fueron acusados de conspiración para obstruir la acción de la justicia.
El 30 de enero de 1974, el Presidente pronunció su mensaje anual ante una amplia red de audiencia televisiva:

-                     Ya hay suficiente con un año de Watergate. declaró, al término de su discurso muy suelto de huesos.

Imploró al país y al congreso que pasaran a ocuparse de otros asuntos más urgentes.

-         Quiero que sepan ustedes que no tengo la menor intención de dejar en ningún momento el cargo para el cual el pueblo norteamericano me eligió a fin de que lo desempeñara en bien del pueblo de los Estados Unidos.

Eso fue lo que dijo, pero como la justicia en el país del norte sabe a veces ponerse guantes de hierro, a los pocos días tuvo que dimitir para evitar ser desposeído del cargo. Su implicación en las escuchas telefónicas ilegales lo llevó a cavar su propia tumba política. Su vicepresidente Gerald Ford agradecería esa Vicepresidencia, total, una mano lava la otra y las dos la carita. Lo cierto es que la ignorancia persiguió a Nixon hasta su muerte, acaecida en Nueva York en 1994.

Alán García, asaltante de erario público
y nebulosa capacidad intelectual.
¿Y Alan  García? Este estadista de afrecho que grita mucho y no dice nada, se ríe a mandíbula suelta; poseedor de un cerebro que se eleva muy alto pero que piensa al nivel de los platelmintos, García ríe con rictus del honesto y el ceño fruncido del hombre que ha cumplido a cabalidad la misión por la que fue elegido. Platirrino que no diferencia una bola de bosta de un canapé espolvoreado en azafrán, el ex presidente se halla implicado hasta el gaznate en los escándalos de los petroaudios.

Pero García sabe que vive en Perulandia, esa republiqueta criolla donde los pendejeretes de la política saben manejarse con destreza  entre sillas voladoras, trenes fantasmas y ruedas de Chicago.

Su flema inglesa estriba en que sabe que la justicia en el Perú transita por los mismos estercoleros de nuestro “periodismo ilustrado”.

¿Quién lo interrogó sobre tan espinoso tema? Acaso ese Buda con chiva de mandinga, que con su voz aguardientosa llena de placer  nuestras mañanas noticiosas por la radio; ese mangorrero que vive saboreando de gorra los últimos hallazgos culinarios  de Gastón Acurio, ese mamelón de funcionarios corruptos o por corromperse, convertido en mameluco de Presidentes que toman como mandamiento de sus actos la máxima chistosa que a la letra dice: es tan difícil caminar derecho en este país.

¿Pero por qué, Raulito, tan sagaz él cuando quiere incomodar a sus entrevistados, nunca le hizo una pregunta embarazosa a García durante sus cinco años de gobierno? ¿Por qué es un incapaz, un desmemoriado, un ángel caído de un palto, un ente perdido en intríngulis de la memoria de un esquizofrénico? La respuesta es no. ¿Dónde está el detalle, entonces? En que Raulito sabe que hay dos formas de vivir: siendo un cojudo o haciéndose el cojudo. La segunda forma se adecua a su personalidad e intereses como periodista funcionario de Radio Programas del Perú, esa monótona y cacofónica emisora que durante todo el día nos lanza caca noticiosa en todos los envases imaginarios: embolsada, encajonada, en gotas, en obleas y, para el oyente más sofisticado, en discretos supositorios.

¿Y cómo fue ese arreglo?
Tan simple como contar los dedos de la mano. Durante el segundo gobierno de Caballo Loco  (apodo que se le dio a García durante su primer gobierno) el grupo RPP firmó contratos publicitarios con el Estado por un monto de 68 700000 soles (fuente citada, Hildebrandt en sus trece, edición # 85 del viernes 09 de diciembre del 2011). Visto esto, resulta comprensible la voz de mazapán de Raulito a la hora de entrevistar a su amigote.

Mario Vargas Llosa,
cual pluma al viento.
Recordar las imágenes televisivas de un moquiento Richard Nixon renunciando al cargo de Presidente y, por contraste, las de un adiposo Alan García, sonriente y cachaciento abandonando Palacio de Gobierno, resulta por demás ilustrativo de las diferencias de un país como Estados  Unidos y el Perú. El caso “Watergate” sirvió para arrancarle algunas plumas al cuervo; los “petroaudios”, para ponerle una hoja más al hojaldre de la corrupción.

Conociendo al zamarro de García, pariente atávico de la ostra y de la almeja, no nos extrañe que el 2016 asome nuevamente en la arena política para postularse por tercera vez a la Presidencia, porque como bien dice él: el que no la debe no la teme.

                                                  Wolffeschanze, enero del 2012.





TARÁNTULAS Y ESCORPIONES
Las diferencias entre los “partidos políticos” (los cuales sólo existen en la imaginación de gran número de incautos) casi no se distinguen ni son muy profundas sus divisiones. Tienen la semejanza de dos siameses cuando de asaltar las arcas del Estado se trata.

Salga quien salga elegido en las urnas tendrá las uñas como garfios a la hora de echar mano del erario público. Amigos en el asalto, los políticos de diferentes tiendas políticas se sacan los ojos a la hora de la repartición: el dinero los envilece. La Iglesia no está exenta de este apetito constante y sonante. No sólo aceptan el dinero generoso y desinteresado de los ricos, sino que también recurren al sermón amenazador y furibundo para esquilmarle su pobreza al pobre. El sacerdote tiene las artes y las mañas de político más encumbrado cuando se trata de conseguir dinero fácil: misas de honras, fúnebres, de salud, de sanación, hay para todas las ocasiones, previa facturación, muchas veces en dólares, los costos varían según le lujo de la Iglesia y el distrito en que se lleve a cabo este “acto sagrado”.

Y ahora en la Iglesia hay bingos, polladas, frejoladas, retiros.

Un último cómplice en esta orgia de enriquecimiento ilícito son los bancos, esas sanguijuelas gigantescas apañadas por un Estado corrupto, que atraen al público a través de préstamos y tarjetas de crédito que los irán ahorcando hasta volverlos esclavos de una interminable deuda que semeja una inmensa lombriz donde los anillos de pago son interminables.

Este es el Perú en que vivimos, un país donde una gran masa de petimetres viven convencidos que somos la principal sucursal del paraíso, un país donde la gastronomía es tenida por el buen Dios, donde el fútbol es la panacea de los imbéciles que sueñan con un campeonato mundial que sólo verán por televisión, mientras el fútbol sea cortina de humo para presidentes sinvergüenzas, y este lleno de dirigentes ladrones, y tengamos futbolistas ignorantes, borrachos y parranderos.





EL AMOR, AQUELLAS DULCES ESPINAS IMPRESCINDIBLES

Alberto Valcárcel
 Oscar Wilde, buscando calmar a un amigo que discutía constantemente con su prometida le dijo: «No te compliques la vida. Las mujeres no han nacido para comprenderlas, sino para amarlas». Lamentablemente Wilde tenía razón en la mayoría de las cosas que decía. Pero la mayoría de nosotros optamos no sólo por la alternativa de amarlas, sino también de comprenderlas, sin darnos cuenta que nos estamos deslizando por una cuerda floja, caminando por una cornisa, transitando por un campo minado, un predecible Vuelco a pasos. En «Corrido tiempo no duerme la memoria», poema prologa! agregado a esta edición, pues, no figura en la edición primera de 1967, Valcárcel dice:

                «Abre este vuelco a pasos lector
si el Amor crees o ya no
tienta
tu melena que a los vientos
silba
sin detonar el pentagrama»

 Y más adelanta agrega:

«Torna sus páginas candentes
una
por otras concentradas
suspira
un cernícalo al acechado
colibrí
convertido en este enamorado»


Los versos «Si el Amor crees o ya no/ tienta» y el otro «Torna sus páginas candentes/ una/ por otras concentradas» evidencian una pequeña dosis de decepción, pero, ojo, estos versos pertenecen a un poema fechado en diciembre de 2002, entonces hablaríamos de una decepción que surge de una reflexión posterior, más exactamente, treinta y cuatro años después. Tengamos en cuenta que «Vuelco a pasos» fue escrito por un joven de 23 años.

Pero lo interesante aquí es ver cómo el hombre, a pesar de las decepciones sufridas a lo largo de su vida, no asume una posición de apocamiento. Max Silva Tuesta, en su disertación en el Encuentro Internacional en Pau - Tarbes (Francia) en octubre de 2001 sobre la obra y la personalidad de Mario Vargas Llosa, define apocado como

«Llamamos apocado al sujeto con escaso temple en situaciones donde están en juego la autoafirmación, la defensa de puntos de vista y la demanda del cumplimiento de sus derechos. Aquel sujeto vivencia, además, una suerte de timidez, en el trato social y aún suele sentirse poca cosa. De ahí apocado. Son características específicas de éste al miedo y la vergüenza: miedo a sus apocadores y vergüenza de no poder enfrentarse a los mismos».
 
Alberto Valcárcel, André Coyné,
Guillermo Delgado y Guillermo Vera
Se puede deducir que a los 23 años, Valcárcel ya había vivido una intensa relación sentimental, pues, esta experiencia literario - amorosa que significa «Vuelco a pasos» coincide con el nacimiento de su hija Mónica, quien nació en 1967. Valcárcel en cuestiones amorosas no es un apocado; su obra posterior, donde aparecen otros poemas de índole amorosa, nos hablan de nuevas experiencias sentimentales, de nuevas cornisas recorridas, de nuevas cuerdas flojas superadas, de nuevos campos minados, en suma de nuevos «Vuelco a pasos». Podríamos decir que Valcárcel no le teme a este factor «apocador» que puede ser el amor cuando se convierte en un malestar.


Luego de este desnudamiento íntimo, profanador pero necesario, quisiera manifestar que desde que leí el libro en un facsímil que generosamente Alberto me brindó, quedé impregnado de esta poesía, porque ésta se encuentra dentro del camino de la poesía que yo he cultivado siempre, una poesía donde el amor aflora en cada verso de forma sensual y sexual. Un amor que como acertadamente ha definido César Ángeles Caballero, es un amor carnal, posesivo, y algunas veces, obsesivo, esa obsesión que nos puede llevar a sembrar amores profundos y odios implacables.

A pesar de su brevedad, sólo 15 poemas, «Vuelco a pasos» es un libro que encierra en su lectura un alto grado de dificultad para el lector común debido a la difícil construcción de que están hechos los poemas, aun cuando estos posean una brevedad inusitada (la mayoría de ellos oscilan entre los 5 y los 6 versos). Y esta dificultad está dada por la presencia de algunos elementos de la retórica clásica, como hipérbatos (algunas veces tan violentos que nos hace recordar al Góngora denominado «Ángel de las tinieblas»); o las catacresis que asoman a veces tímidamente como víctimas de la brujería de un hechicero, o por las imágenes que, en la brevedad del poema, adquieren una magnificencia mucho mayor. También la presencia de apócopes (como «do», por «donde»; el uso del pronombre demostrativo «aqueste» (que ya sólo se usa en poesía), o el uso de «desta» (contracción gramatical antigua de «de esta»), hacen difícil, pues, una lectura a nivel popular. Todos estos elementos que he mencionado me traen a la memoria la Edad de Oro de la literatura española, tan copiosa en poetas clásicos como Boscán, Garcilaso, Fray Luis, Herrera, Góngora, Quevedo, Lope, Calderón o el gran Cervantes.

Por eso me gusta tanto este pequeño poemario (pequeño en extensión, pero inmenso en poesía) me gusta porque me remonta a este grupo de escritores que leo y releo constantemente, en una búsqueda de vida, es decir, de poesía. Quisiera ilustrar estos elementos mencionados, remitiéndome al poemario en sí. El hipérbaton (que como sabemos es una figura literaria por la que se altera el orden normal de las palabras en la frase) aparece en el poema XIV; he aquí la transcripción, sin hipérbaton:


Las fieras cantan
ahora a las flores
do antes mi arrollo
cantaba tu hermosura.

Ya olvidé trocar las noches mías
tu paisaje en tanto
tan seguidamente
allanando mis
linderos

El empleo personalísimo de la catacresis es uno de los artificios retóricos más perturbadores de la poesía de Valcárcel en «Vuelco a pasos». Entendemos por catacresis el insólito ayuntamiento de adjetivos y sustantivos que externamente no se corresponden y que, a veces, resueltamente se rechazan que cuando el lector habituado a la lectura de una poesía tradicional tropieza con este poemario corre el riesgo de sufrir  un gran desconcierto y reaccione como un bisoño aficionado; esta vieja figura retórica empleada, como hemos dicho, por los líricos de la Edad de Oro de la literatura española, se ramifica constantemente en este poemario. Me limitaré a señalar algunos ejemplos visibles.

floral mirada me asesora
(poema IV)

por mendigo silvestre
me soslayo
(poema VIII)

¿Qué pórtico agigantas
cuando paso y
trenzas con atlántico universo
mi figura?
(poema IX)

tu pubis celeste
mediterráneo ombligo inquietan
mi fiereza pía.
(poema XIV)


Antes de ver algunas imágenes, diremos que esta palabra no tiene significado único en la crítica literaria y en la estilística, pero comúnmente se emplea para designar en general todos los procedimientos que sirven para que el autor destaque el aspecto de la realidad que más le impresiona y con ello nos ofrezca una representación de aquella, tal como él la ve. Veamos algunos ejemplos:

“Aquestos
leños dulcísimos
tus nalgas
tu jugo
escanciándome”
(Cerrojo)
antorcha mi nuca el yugo
tú lo apagas
es de río
alquilas presta.
rábanos de cólera y paciencia
(poema V)

gastando rumbos sin ojos
sin retoques fatigado
tus contornos y caderas
que me quieren
avisoro
(poema VII)

     En este poema VII apreciamos una clara representación del cuerpo de la amada.

Tu temblor me causa
mil apuros con su musgo.
Preocúpase rondando tanto callo
enviándome constante porque ama
coágulos de vida o machacando
(poema X)



Alberto Valcárcel
Quiero cerrar esta intervención destacando que la poesía de Alberto Valcárcel no ha sido valorada en la magnitud que merece por los antologadores y críticos que podríamos llamar «oficiales». Esto obedece a una sola razón; se dice que se peca por cinismo o por ignorancia; estoy convencido que estas dos anomalías se han juntado frente a la poesía de Alberto Valcárcel. Charles Baudelaire decía que el mejor tamiz para juzgar el arte era la historia. La historia ha demostrado que en cuestiones políticas los errores de los gobernantes se repiten unos a otros como una tara que se hereda. Pero la historia ha sido justa con la literatura. Clemente Palma, sumo pontífice de la crítica de su época es recordado más que por obra literaria por haber criticado a dos grandes poetas de la poesía peruana: Eguren y Vallejo. El olímpico Víctor Hugo fue lapidario en su crítica a Stendhal; tuvieron que pasar dos siglos para que Stendhal fuera reivindicado. La poesía de Alberto Valcárcel estará, como el buen vino en el tonel, esperando su reivindicación.





CONTRADICCIONES DEL OFICIO

Cuando muere un poeta, un novelista, un pintor, un músico, un artista, un científico comienzan a aflorar las palabras memorables, los oportunistas que de un brochazo escriben una reseña del fallecido para publicar en alguna revista, periódico o semanario cultural. El muerto les importa un carajo, lo que vale es hacer un poco de marketing, jalan agua para su molino con el entusiasmo con que el cura toca la campana para llamar a incautos y cucufatos. Los elogios abundan como palomitas de maíz, los recuerdos de vivencias con el fallecido están ornados con las virtudes que al fenecido le sobraban. “Su poesía revolucionó el ámbito continental de la poética intercontinental” dicen unos; “Su voz resonará por siempre en el corazón de la generaciones venideras”, dicen otros; “Estaba a la altura de Dante”, dirán los más zalameros. Cuando pasa el tiempo y del cadáver sólo quedan unos huesos comenzarán a escucharse las insidias, las infidencias, las infamias, las calumnias: es la hora de los gusanos asomando la cabeza desde el interior de la manzana podrida. Nuestros amigos de ayer, son nuestros detractores del mañana. Nuestros compañeros de hoy se han metamorfoseado en Casios, Brutos, Cascas, Trebonios, Ligarios y Metelos. La muerte no nos libra del olvido.




LOS DUENDES DE LA CAMARILLA

La política ha sido, es y será un afán de poder, antes que cualquier otro tipo de motivación. Los que se introducen en esa olla se esmeran, trabajan, conspiran y recurren a todo tipo de mañas para conservarlo; cuando la baraja de la jerarquía cambia de mano, se apuran a colocarse al lado del nuevo croupier para ver si les toca buenas cartas.

El político apela a diversas armas, no sólo a la de los caballeros reñidos con las normas del Marqués de Cabriñana (pistola o sable), sino también a las de los salteadores (navaja, ganzúa y pata de cabra). Este asunto de la revocatoria de la Alcaldesa de Lima demuestra una vez más que los que incendian con su voz de protesta lo que ayer idolatraron suelen ser mezquinos y por ende, sus opiniones orillas la inverosimilitud. De esta revocatoria se aprovecharan los emboscados del aprismo y sabandijas ex políticos cuya reputación está manchada de pequeñeces e infamias.

Basta dar una mirada retrospectiva a nuestra historia republicana para ver como los demócratas de antaño despotricaban de las dictaduras civiles o militares. Así blasfemaron de Leguía, de Benavides, de Sánchez Cerro y de Odría. Así endemoniaron a Velasco, el presidente que entró pobre y salió del poder pobre y mutilado. Se dice de ellos que apelaron a las intrigas, zancadillas y caballazos; pero los hechos han demostrado con creces que los gobiernos democráticos, aunque parezcan muy finos, son también campos de batalla donde intrigar, eliminar y obstaculizar, son medios decisivos para lograr un fin: el asalto al erario público y tribuna para los grandes negociados.
Ahí están las cuantiosas rapiñas de Fujimori, Toledo, Alan García y sus compinches de turno (congresistas, ministros y altos funcionarios públicos).

¿Tuvieron Benavides, Odría o Velasco el dinero necesario para comprar un lujoso departamento en París o una casa de 830, 000 dólares como ha tenido el afortunado líder del APRA, Alan García Pérez? ¿Tuvieron una suegrita guardosa capaz de adquirir un inmueble por un valor de 3,750,000 dólares como ha tenido Alejandro Toledo. Claro que no, pues parece que en Benavides, Odría y Velasco dormía aun, a pesar de los errores garrafales que hayan podido cometer, un cúmulo de decencia.

Albert Camus dijo que no son los fines los que justifican los medios, sino los medios los que justifican los fines. Ir a las urnas y elegir libremente un presidente me parece un acto noble, pero, establecer un gobierno democrático que defiende la libertad de prensa (¿Libertinaje?), apoya la inversión privada (¿Explotación del trabajador sin derechos a reclamar una remuneración justa?) y otras dádivas democráticas más, mientras la corrupción campea por doquier y los presidentes, ministros y congresistas saquean las arcas del Estado, eso ya es desnaturalizar el objetivo y encontrar un mero pretexto para dar rienda suelta para intenciones soterradas que no rigen con la ética y la moral.

Pero los Fujimori, los García y los Toledo existen y existirán, mientras no haya un rechazo conjunto de aquellos que los eligieron, mientras la prensa parametrada y prostituida por la publicidad del Estado y de las grandes empresas financieras o inmobiliarias haga de la vista gorda y oídos sordos.

¿Y qué decir de nuestros laureados intelectuales? ¿Acaso ignoran la rapiña de los Toledo y los García y sólo tienen ojos para ver los de Fujimori? Su silencio los hace cómplices en el delito.

En todo gobierno hay delincuentes y manejos delicados. Benito Pérez Galdós en uno de sus Episodios Nacionales los llama “los duendes de la camarilla”. Duendes y camarillas son, lamentablemente, el aliño del poder, y más aún en el Perú donde prima el canibalismo político y la verdad y la justicia son una desoladora ausencia.




ALGUNOS CUENTOS DE JULIO CORTÁZAR

Cuando leo un cuento siento, al terminarlo, un gran placer. Me ha sucedido, cosa extraña, que a veces este placer estriba en el hecho de no haber entendido la trama y, por ende, el desenlace. Eso me ha sucedido algunas veces con Julio Cortázar, cuyos cuentos están entre los mejores del idioma. Cortázar no atrae al lector común que prefiere no verse obligado a realizar un concentrado esfuerzo mental. El mismo desconcierto que sentimos al leer una novela de D. H. Lawrence debido a la intensidad de sus temas, sobre todo en el orden sexual, sentimos ante la ruptura total de las unidades de lugar, tiempo y asunto tal como la plantea el belgoargentino en sus cuentos, como empeñado en ser siempre difícil. Su desprecio a lo consuetudinario, su deseo permanente a la singularidad, ha elevado a Cortázar a crear una obra de un estilismo excepcional. “La salud de los enfermos”, “Isla del mediodía”, son dos cuentos que me han hecho entrar en una habitación a oscuras; al salir, caigo en la cuenta que me han robado la cartera. Una segunda lectura, muy rara vez en el mismo día, me lleva otra vez a esa misma habitación. Mi presencia ahora es más breve (segunda lectura).

Salgo y me doy cuenta que he perdido (o que me han sustraído) el monedero. Siento que este “gamberro” está jugando conmigo. Lo sigo tras el hilo narrativo, dedo en ristre y ojo en mira; me siento como Aschenbach siguiendo a Tadzio por las calles infestadas de Venecia.

Después de una cuarta o quinta lectura (a veces ha pasado un mes) el cuarto se ilumina y siento una gran alegría, no sólo por percibir el cuarto iluminado, sino de saber que he recuperado mi cartera y monedero.

Cuantos momentos de alegría y emoción le debo a este argentino universal. La alegría unida a la singularidad de esa forma tan suya de narrar, me ha llevado constantemente a sus libros, como un marino errante en altamar que siempre termina regresando a ese puerto donde lo espera un viejo amor.





MAHOMA

Entre sus detractores más furibundos estaba Johannes Damascenus quien en su voluminoso Libro de las herejías lo acusa de conducir a los ismaelitas al error, creando una falsa doctrina fruto de un conocimiento superficial de las Escrituras del Antiguo y del Nuevo Testamento.

El odio cristiano, comparable solo al odio fanático del Islam, fue una ponzoña que Damascenus supo lanzar con saña contra ese comerciante que a los treinta y tres años había recibido a retazos en el monte Hira esas primeras revelaciones que defendería con la espada en ristre y con palabras que; al decir de Carlyle, habían brotado de profundidades desconocidas. El esfuerzo desplegado Mahoma por desterrar a la idolatría y el fetichismo y asentar una fe monoteísta se ha visto compensado hasta el día de hoy: el Islamismo es la religión que más adeptos gana en la actualidad. Allí están los millones de musulmanes venerando en sus mezquitas a su profeta con una respetuosidad tan desafecta a católicos y cristianos. Que Mahoma haya tomado las ideas heréticas de sus antecesores, Arrio o Nestorio, poca importancia tiene (Jesús tomo de otros ideas y concepciones que en nada desmerecen su magisterio); que Voltaire y Goethe hayan prestado su genio para satirizar al profeta árabe no empaña tampoco la grandeza de ambos intelectuales; todo esto no es más que una muelle anécdota en la historia de la humanidad.





VIGENCIA DE O. HENRY

O. Henry
El nombre de este escritor nacido en Greensboro, Carolina del Norte el 11 de setiembre de 1862 era William Sidney Porter. William tomó el célebre seudónimo de O. Henry del nombre del guardián de una prisión de Ohio, Orrin Henry, en la cual estuvo preso. Fue en la prisión donde sintió la urgencia de escribir, y donde recogió numerosas historias, como aquellas aventuras del singular estafador Jeff Peters, que relata en “Pícaros y reyes” o esa otra que relata en su famoso cuento “A Retrieved Reformation”, basada en la vida del popular ladrón Jimmy Valentine.

O. Henry dejó la escuela a los quince años y durante un lustro trabajó en la droguería de un tío suyo.
A los veinte años se trasladó a Texas, ahí vivió durante dos años en un rancho, aprendió un poco de francés, alemán y español, y comenzó a escribir. En Austin (Texas) trabajó sucesivamente como empleado, contable, dibujante y cajero de banco de 1885 a 1894. Se casó e inició su colaboración con bocetos narrativos en la “Free Press” de Detroit.

En 1895 se trasladó a Houston (Texas), donde firmaba un artículo a diario en el “Daily Post”. Fundó un periódico humorístico (1894 – 1895) “The Rolling Stone”. Todo marchaba sobre ruedas para O. Henry hasta que en 1896 recibió una citación para presentarse ante un tribunal por el hurto de una pequeña suma de un banco de Austin en el que había estado empleado. Que la acusación tenía fundamentos sólidos nunca se llegó a establecer. Con toda seguridad, hubiera sido absuelto fácilmente de la acusación (por estar el banco muy mal administrado) si hubiese regresado a Austin; pero preso de pánico, con Al Jennings, un famoso bandido, viaja a América del Sur, México y Honduras donde permaneció hasta 1898.

Ese año se enteró de que su mujer había enfermado y que se encontraba moribunda. De inmediato acude al lecho de la enferma. Al ser detenido ya no fue posible obtener una sentencia de absolución. Su imprudencia le costó una condena de cinco años de prisión en la penitenciaria federal de Columbus (Ohio), condena reducida después a tres años y tres meses por su buena conducta. Mientras se encontraba en prisión publicó algunos relatos con seudónimo y, una vez liberado, se trasladó a Nueva York en 1902, donde escribió numerosos relatos breves inspirados en sus experiencias por la gran ciudad.

Desde entonces, hasta que murió tuberculoso a los cuarenta y ocho años el 5 de junio de 1910, vivió en la ciudad de los rascacielos, su “Bagdad” de los cuatro millones de habitantes.

Los cuatro millones de
O. Henry, humor para un
retrato social.
Era un hombre solitario que deambulaba por las calles de su querida ciudad, sacando de la vida que observaba material para los cuentos que lo harían uno de los escritores más leídos de su tiempo. Aquí O. Henry reanuda su carrera periodística, pero con propósito literarios más serios. En diciembre de 1903, el New York World le encargó que escribiera un relato semanal para su edición dominical. A partir de 1904 se hicieron famosos sus cuentos y se publicaron en uno o dos volúmenes anualmente hasta su muerte acaecida en Nueva York el 5 de junio de 1910; otros cuatro volúmenes aparecieron póstumos. Su primer libro fue “Coles y reyes”, aparecido en 1904 que fue seguido por “Cuatro millones” (clara referencia al número de habitantes de Nueva York) en 1906, “La voz de la ciudad” en 1908, “Un negocio sencillamente” en 1910 y otros más. Los personajes de O. Henry son buenas gentes, sencillas, que se encuentran complicadas en acontecimientos excepcionales determinados en su mayor parte, por causas accidentales.

El lenguaje de O. Henry es el que hablaba la gente de la calle, con algunas palabras de argot. Hay en su producción verdaderas joyas de la narrativa breve, tales como “Una historia inconclusa”, “El regalo de los reyes magos” (uno de sus cuentos más conocidos) y “El cuarto amueblado”.

En estos cuentos Porter vislumbra con sus dotes de humorista y fina ironía, a veces rápido y agudo y a veces sentimental y de genial inventor de interesantes e imaginativas tramas. Las exageraciones humorísticas, el lanzamiento continuo y eléctrico de los epigramas, a menudo basados tan solo en sencillos juegos de palabras, y las situaciones inesperadas o sorprendentes quedan frenados por un gusto aguzado y alerta. Sus cuentos ambientados en Nueva York son una clara muestra de esto: “El policía y el himno”, “Primavera a la carte”, “Una tragedia en Harlem”. Los finales de sus cuentos son mayormente felices y destacan en ellos una sincera simpatía hacia los humildes; esto representa el elemento más auténtico de su arte. Los críticos le han reprochado el escaso relieve de sus personajes, el carácter episódico de las vicisitudes que narra y, genéricamente, el sabor periodístico de sus escritos. O. Henry cedió toda su producción a las revistas y tuvo pocos amigos íntimos, exceptuando sus directores. En 1918, la Society of Arts and Sciences instituyó el premio O. Henry para la mejor narración norteamericana. La instauración de este galardón es la mejor prueba de que la opinión sobre la obra del cuentista estadounidense ha cambiado con el tiempo. Sus cuentos, considerados en un primer momento de méritos desiguales y con frecuencia triviales por la crítica chata y obtusa de su tiempo, vislumbran ahora dentro de la mejor narrativa corta norteamericana. O. Henry no tiene nada que envidiar  a escritores de la talla de Nathaniel Hawthorne, Edgard Allan Poe, Ernest Hemingway, William Faulkner o Francis Scott Fitzgerald. Hoy en día O. Henry es uno de los escritores más leídos de los Estados Unidos. Una de las características fundamentales es la intimidad que O. Henry establece con el lector. Hay momentos en que interrumpe la narración y se dirige al lector como diciendo ¿y usted qué opina? El lector se siente así partícipe no sólo de la lectura sino como parte de la historia que está aconteciendo.

Selección de historias de
O. Henry.
O. Henry tiene dos formas para establecer esta unidad: de una forma directa o de una forma implícita o indirecta. Veamos algunos ejemplos:


En una forma directa:



“Naturalmente, sólo podía echarse en la mísera cama y llorar. Eso fue lo que hizo Delia. Lo cual induce a la reflexión moral de que la vida está hecha de sollozos, ahogos y sonrisas, predominando los ahogos.
En tanto la dueña de casa pasa poco a poco de la primera a la segunda etapa, echemos una mirada a su hogar”.

(El regalo de los Reyes Magos).



“Entre las ventanas de la pieza había un espejo alto de pared. Es posible que ustedes hayan visto un espejo de pared en un departamento de ocho dólares”.

(El regalo de los Reyes Magos).




“Superado su estado de trance, Jim pareció despertar de pronto y abrazó a Delia. Durante diez segundos, observemos cualquier objeto son importancia en dirección contraria”.

(El Regalo de los Reyes Magos).




“Los reyes magos, como ustedes saben, eran hombres sabios, maravillosamente sabios que le llevaron regalos al Niño Jesús en el pesebre. Inventaron el arte de hacer regalos de Navidad”.

(El Regalo de los Reyes Magos).



“Era un día de marzo.
Cuando comencéis un cuento nunca, jamás lo hagáis de esta manera. Difícilmente podría imaginarse un peor comienzo. Carece de ingenio, es rudo, aburrido y probablemente no seas más que viento. En este caso sin embargo es tolerable. Porque el siguiente párrafo, que debiera iniciar el relato, es bastante disparatado, extravagante y absurdo para arrojárselo a la cara al lector sin previo aviso.

Sara estaba llorando sobre la cuenta de comida. ¡Imagínense ustedes a una joven neoyorkina derramando sus lágrimas sobre el menú!

Para explicarse esto, el lector puede suponer que los cangrejos se habían terminado, o que Sara había jurado no comer helados, o que Sara había jurado no comer helados en Cuaresma, o que había solicitado cebollas, o que venía de una matinée de Hackett. Ahora  bien como todas estas teorías son erróneas, permítaseme por favor que prosiga mi narración.

El caballero que proclamó…”

(Primavera a la carte).




“(al escribir un cuento, no os apoyéis nunca así sobre lo que ha quedado atrás. Es un procedimiento defectuoso y deteriora el interés. Adelante, adelante).

Sara permaneció dos semanas en la chacra…”

(Primavera a la carte).




“Este cuento debiera terminar aquí. Lo deseo tanto como ustedes que lo leen. Pero es necesario llegar al fondo del pozo en busca de la verdad. Al día siguiente, un hombre de manos rojas y corbata de lunares, que dijo llamarse Kelly, se presentó en la casa de Anthony Rockwall y fue recibido enseguida en la biblioteca”.

(Mamon y el arquero).



En forma indirecta o implícita:

“Porque no había llegado ninguna carta de Walter en las dos últimas semanas y el plato siguiente del menú  eran unos dientes de león – dientes de león con algún huevo pero… ¡qué importa el huevo! – dientes de león con cuyos dorados pétalos Walter la había coronado su reina de amor y futura esposa: los dientes de león heraldos de la primavera, corona de dolor sobre su dolor y recuerdo de días más felices.

Señora la desafío a sonreír cuando se la someta a esta prueba: las rosas “Marechal Niel” que le trajo Percy la noche en que usted le dio su corazón son servidas en ensalada, con aceite, vinagre, sal y pimienta, ante sus propios ojos, en una table d’ note de Schulemberg. Si Julieta hubiese visto así humilladas sus prendas de amor se habría procurado con más premura las hierbas del Leteo del buen boticario”.

(Primavera a la carte).




“El lector ya lo habrá adivinado. Sara llegó al descanso de la escalera en el preciso instante en que subía el agricultor, saltando de tres los peldaños.

-          ¿Por qué no me has escrito? ¡oh! ¿Por qué? Exclamó Sara.

-          Nueva York es una ciudad muy grande – dijo Walter Franklin – Hace una semana fui …

(Primavera a la carte).




“Durante el primer año en el bazar, a Dulcie le pagaban cinco dólares semanales. Sería instructivo saber cómo podía vivir con esa cantidad. ¿No le importa al lector? Perfectamente: es posible que le interesen cifras mayores. Seis dólares es una cifra mayor. Les contaré cómo podía vivir Dulcie con seis dólares semanales.

Una tarde, a las seis, mientras Dulcie…”

(Un cuento inconcluso).



“Cuando los gansos salvajes graznan apaciblemente de noche y las mujeres sin abrigos de piel de foca se enternecen con sus maridos y Soapy se mueve con inquietud sobre su banco del parque, el lector puede deducir que se aproxima el invierno”.

(El policía y el himno).




“Terminada la cena, reunió sus periódicos  y se sentó a leer, tras quitarse los zapatos. Ojalá pudiera surgir un nuevo Dante y encontrar un círculo del Infierno que castigue al hombre capaz de quedarse en casa sentado sin zapatos. Hermanas de la Paciencia que, obligadas por vínculos o deberes, habéis soportado las medias de seda, de algodón de hilo o de lana, ¿acaso esa nueva parte de la Comedia no se justifica acabadamente?

(Una tragedia en Harlem).




“Pero era a la hora del almuerzo cuando el brillo de Madame llegaba al máximo. Vestía un atuendo tan bello y etéreo como la niebla surgida de una cascada invisible en un desfiladero de las montañas. Describir esta prenda sobrepasa la capacidad del autor”.

(Pasajeros en Arcadia).




“Si no cuestionamos la veracidad del registro, el joven se llamaba Harold Farrington. Y se entregó tan cauta y silenciosamente a la aristocrática y leve corriente de la vida de Lotus, que ni una sutil ondulación de las aguas llamó la atención en su descanso, de los otros perseguidores de placeres”.

(Pasajeros en Arcadia).




La voz de Nueva York de O. Henry.
Los cuentos de O. Henry tienen casi todos una sorpresa final que nos deja cautivados. Hay en muchos de ellos una fina introspección delicadísima y comprensiva que hace de sus cuentos una obra impregnada de poesía. En el cuento “La última hoja”, publicado en la colección “La lámpara pulimentada” de 1902, nos encontramos en un estudio, donde una joven llamada Johnsy se encuentra enferma; la muchacha se halla deprimida, pues no le encuentra sentido a la vida. Su amiga, Sue, que es pintora y dueña del estudio la cuida con gran devoción. El caso es desesperado, Johnsy se pasa el día contando las hojas de una enredadera que trepa por el cristal de una ventana vecina. Un día Johnsy le dice a Sue que sólo quedan en la enredadera cuatro hojas, y que cuando caiga la última morirá. Angustiada Sue cuenta a Behrman, un anciano pintor que vive en el departamento donde se encuentra la ventana donde está la enredadera; lo que está sucediendo con su amiga. El viejo pintor vive en la miseria. Pasan los días y en la enredadera, a pesar del fuerte viento y de la inclemente lluvia, queda una hoja que, por inverosímil que parezca, se mantiene imperturbable. Para Johnsy esa hoja es un signo divino que la hace recobrar poco a poco la esperanza en la vida. Ya recuperada, Sue comunica a Johnsy que el viejo Behrman ha muerto como consecuencia de una pulmonía. El anciano fue encontrado desvanecido, mojado por la lluvia y con la paleta y el pincel en las manos: había estado pintando en la luna de su ventana la última hoja que había devuelto a Johnsy las ganas de vivir.

En el cuento Jeff Peters, hipnotizador, apreciamos el más valioso filón de O. Henry: la riqueza de su inventiva, la frescura de su chispeante humor, el final inesperado – a lo O. Henry. Veamos el contenido de este cuento.

Jeff Peters es un buscavidas que vende ungüentos y jarabes para la tos en las esquinas de los pueblos que visita, viviendo al día, en íntimo contacto con el público callejero. ¿Es legal lo que hace? No, pues, se arroga el título de Doctor en medicina sin haber pasado por la universidad y las pócimas que vende las prepara usando agua de la canilla mezclada con anilina y otros elementos de dudosa eficacia en la salud humana. Compra frascos vacíos y corchos en cualquier farmacia, una etiqueta y listo, a preparar el medicamento mágico que, gracias a su labia, comienzan a venderse como panes de centeno en un almuerzo vegetariano. Estando de gira, llega el pueblo de Fisher Hill, en Arkansas. Ahí comienza sus actividades, todo marcha sobre ruedas hasta que aparece un policía quien le indica que el Doctor Hoskins, es el único médico del pueblo, es cuñado del alcalde de la ciudad, y no permite que ejerzan su oficio los “médicos” curanderos dentro de los límites de la ciudad.

Jeff Peters se defiende alegando que él no ejerce la medicina, y que simplemente es un vendedor ambulante que saca una licencia cada vez que se lo exigen. Jeff trata de tramitar una licencia, pero sólo encuentra evasivas por parte del alcalde y de otras autoridades municipales. De regreso a su hotel, Jeff Peters, que trabaja en Fisher Hill con el nombre de Dr. Waugh – hoo, se encuentra con Andy Tucker, un excelente vendedor callejero. Ambos acuerdan hacer negocios en Fisher Hill.

Al otro día, un negro llamado Tío Tom, va a buscar a Peters a su hotel para que visite al juez Banks, quien se halla grave en su casa. Jeff Peters alega que él no es médico y quien debe acudir a atender al enfermo es el Doctor Hoskins. Tío Tom le dice que el Doctor Hoskin se ha ido al campo y que el juez Banks le pide que por favor lo asista. Jeff se siente halagado por esa petición y acude a atender al enfermo. El juez Banks se encuentra metido en la cama, emitiendo unos ronquidos que hacen ver la gravedad del caso. El juez se halla angustiado, cree que va a morir, le declara a Jeff Peters que confía ciegamente en él y en su ciencia. También se halla presente en la habitación el sobrino del juez, el señor Pauta. Peters lo examina, sus opiniones sobre medicina son de lo más inexactas y ocurrentes. En conocimientos básicos de medicina, Jeff es una nulidad, al punto de no saber dónde se encuentra la clavícula. El diagnóstico del doctor Waugh – hoo (Jeff Peters) es contundente, hay que recurrir al hipnotismo, pues, no hay otra posibilidad de cura. Los honorarios serán doscientos cincuenta dólares, más la exoneración de la licencia para vender sus “medicamentos” en Fisher Hill. El juez mejora considerablemente durante el “tratamiento”. Cuando Jeff se presenta en casa del juez a la mañana siguiente a cobrar sus honorarios, el juez le dice que se siente muy agradecido con él. Jeff recibe el dinero y en ese momento el juez ordena a su sobrino Pauta que detenga a Peters.
El Doctor Waugh – hoo, alias Peters, es detenido por practicar la medicina sin autorización legal.

Cuando Peters pregunta sobre la identidad del señor Pauta, el juez indica: “Lo viene persiguiendo a usted por más de cinco ciudades. Vino ayer a visitarme y urdimos esta trampa para cogerlo. Me parece que no podrá usted ejercer más por estos lados, señor Peters”.

Encañonado con un revolver Peters se va detenido por Pauta, quien lleva los doscientos cincuenta dólares como prueba del delito cometido por Jeff Peters.

“- Doy fe que son los mismos billetes que juntos marcamos, señor Banks – dice -. Los entregaré al Sheriff cuando llegue a la oficina, y él le enviará el recibo. Deben conservarse como prueba delatora para el juicio”.


O. Henry era el seudónimo del
escritor estadounidense William Sidney
Poter.
Cuando Pauta y Jeff Peters se encuentran lejos de la casa del juez, se descubre que Pauta no es otro que Andy Tucker, quien quita a Peters las esposas que le ha colocado en casa del juez. El juez resulta timado con doscientos cincuenta dólares, debido a la habilidad de Peters y Tucker para el engaño. Este final inesperado y sorpresivo es típico en muchos cuentos de O. Henry.







VARGAS LLOSA Y LOS ESCARNIOS DE LA LIBERTAD

Cuando Vargas Llosa escribe sobre la decencia que debe regir la conducta de los hombres, nos parece estar escuchando al diablo predicador, es decir, a aquel que catequiza para otros unas normas de conducta, ética y moral que él mismo no parece practicar. Cada día que pasa nuestro laureado Nobel se parece más a Juan Luis Cipriani, ese cardenal que predica como Tres Patines.

Roman Polanski
En su artículo “Desafueros de la libido”, publicado en El País de Madrid, el 18 de octubre del 2009, habla sobre la conducta despreciable de tres personajes: el cineasta polaco Roman Polanski; Fréderic Mitterrand, sobrino del ex presidente Francois Mitterrand y que fue ministro de Cultura de Francia y del primer ministro italiano, Silvio Berlusconi.
Escuchemos a nuestro laureado novelista:


“La moral de la historia es clara [la de Polanski]: emboscar, emborrachar, drogar y violar a una niña de 13 años, que es lo que hizo Polanski con su víctima, Samantha Geimer, a la que atrajo a la casa deshabitada de Jack Nocholson con el pretexto de fotografiarla, es tolerable si quien comete el desafuero no es un hombre del montón sino un creador de probado talento (Polanski lo es, sin lugar a duda). Abusar de una niña, gozar con esclavos [Fréderic Mitterrand] y hacer del poder un burdel [Berlusconi] son escarnios de la libertad”.



Veamos porqué su ojeriza contra Fréderic Mitterrand. Muy suelto de huesos, el señor Mitterrand publicó en el año 2005 un libro autobiográfico, “La Mauvaise vie” (la mala vida), en el que confesaba sus escapes a Tailandia en pos de los chicos jóvenes de los prostíbulos de Patpong, en Bangkok. “Todo ese ritual de feria de efebos, de mercado de esclavos, me excita enormemente” escribe Fréderic Mitterrand con todo desparpajo. Hago aquí un paréntesis que me parece apropiado. Una confesión similar hace André Gide en su libro autobiográfico “Si la semilla no muere…”. Tomó dos fragmentos que me parecen sustanciales para el tema que estoy tratando. De entrada, Gide confiesa:


“Vuelvo a ver también una mesa bastante grande, la del comedor, sin duda, cubierta con un tapete que llegaba hasta el suelo y bajo la cual me deslizaba con el hijo de la portera, un chiquillo de mi edad que iba a veces a buscarme.

-       ¿Qué tramáis ahí abajo? – gritaba mi niñera.

-       Nada. Jugamos.

Y agitábamos ruidosamente algunos juguetes que habíamos llevado para despistar.
En realidad nos divertíamos de otro modo: el uno junto al otro, pero no el uno con el otro; sin embargo, practicábamos lo que, según he sabido más tarde, se llamaba “malas costumbres”.

¿Quién de los dos las había enseñado al otro? ¿Y de quién las había aprendido el primero? No lo sé. Es necesario admitir que un niño las inventa de nuevo a veces. En cuanto a mí, no puedo decir si alguien me las enseñó o cómo descubrí ese placer; pero lo he sentido desde la época más lejana a que alcanza mi memoria”.

(Obra citada, pág. 7; Editorial Losada S.A., Buenos Aires, 1962).



Bizarra confesión viniendo de un hombre como Gide, Premio Nobel de literatura en 1948. Contando su encuentro en Argelia con Oscar Wilde, Gide nos confiesa las fugas nocturnas que tuvo con el autor de “Salomé” por los lugares más sórdidos y escabrosos de la ciudad en busca de placer. Gide muestra el malestar que siente después de esas desaforadas incursiones pecaminosas.

Si se tratara de mujeres, seguro es que no lo perturbaría pesar alguno. Escuchemos su confesión:


“Desde entonces, [sus correrías nocturnas con Wilde] cada vez que busqué el placer tuve que correr tras el recuerdo de esa noche.

Después de mi aventura de Sousse había vuelto a caer miserablemente en el vicio. Si a veces conseguía de paso la voluptuosidad era como furtivamente; aunque de una manera deliciosa una noche en que iba en barca con un joven batelero del lago de como (poco antes de ir a la Brévine), mientras envolvía mi éxtasis el claro de luna en el que se fundían el encantamiento brumoso del lago y lo perfumes húmedos de las orillas. Después nada, nada más que un desierto espantoso lleno de llamamiento sin respuestas, de impulsos son objeto, de inquietudes, de luchas, de sueños agotadores, de exaltaciones imaginarias, de abominables recaídas”.

(Obra citada; pág. 229).



Fréderic Mitterrand
Como se ve, el arrepentimiento después del pecado. Basta leer estos textos para darnos cuenta que tan lejos está el escritor francés de las bravatas confesionales de Fréderic Mitterrand.

Sigamos con el tema de fondo. Ante las confesiones de Mitterrand, comenta Vargas Llosa: “Nadie parece haberse preguntado, en todo este trajín dialectico, qué pensarían en Francia de un ministro tailandés que confesara su predilección por los adolescentes franceses a los que vendría  a sodomizar (o a ser sodomizado por ellos) de vez en cuando en las calles y antros pecaminosos de la Ciudad Luz. Moral de la historia: está bien practicar la pedofilia y fantasías equivalentes siempre que se trate de un escritor franco y talentoso y los chicos en cuestión sean exóticos y subdesarrollados”. Hasta aquí los palos contra Fréderic Mitterrand.

Veamos ahora sus recriminaciones a Berlusconi. Transcribo buena parte de su discurso por no privar a mis lectores de tan delicioso escozor:


“Comparado con el cineasta Polanski y el ministro Mitterrand, el primer ministro de Italia, Silvio Berlusconi, es, en materia sexual, un ortodoxo y un patriota.

A él lo que le gusta, tratándose de la cama, son las mujeres hechas y derechas y sus compatriotas, es decir, que sean italianas. Él ha hecho algo que de alguna manera lo emparenta con los 12 Césares de la decadencia y sus extravagancias descritas por Suetonio: llenar de profesionales del sexo no sólo su suntuosa residencia de Cerdeña llamada Villa Certosa sino, también, el Palacio que es la residencia oficial de la jefatura de gobierno, en Roma. Los entreveros sexuales colectivos y seudo paganos que propicia han dado la vuelta al mundo gracias al fotógrafo Antonello Zappadu, que los documentó y vendió por doquier. Al estadista le gustaba disfrutar en compañía y en una de esas extraordinarias fotografías de Villa Certosa ha quedado inmortalizado el ex primer ministro checo, Mirek Topolanek, quien de visita en Italia, fue invitado por su anfitrión a una de aquellas bacanales, donde aparece dando un salto simiesco, desnudo como un pez y con sus atributos viriles en furibundo estado de erección (¿lanzaba al mismo tiempo el alarido de Tarzán?), entre dos ninfas, también en cueros. ¿La moraleja en este caso? Que si usted es uno de los hombres más ricos de Italia, dueño de un imperio mediático, y un político que ha ganado tres elecciones con mayorías inequívocas, puede darse el lujo de hacer lo que a sus gónadas les dé la reverendísima gana”.



Este eclipse moral producido por Polanski, Mitterrand y Berlusconi, pone los pelos de punta a nuestro moralista compatriota; a quien se la hace intolerable esas acciones que se mofan de la libertad que precisamente exige para que en la vida sexual desaparezca esa relación de amo y esclavo que, en los casos de Polanski, Mitterrand y Berlusconi, se manifiesta en forma evidente.

Silvio Berlusconi
Bien, visto el asunto hasta aquí, separemos ahora los gorgojos del arroz. ¿Por qué se encrespa tanto nuestro laureado Nobel cuando parte de su vida pasada raya las orlas de lo que él llama “desafueros de la libido”. Veamos los hechos.

En 1977 aparece el libro “La tía Julia y el escribidor” en el sello editorial Seix Barral, la editora española de Carlos Barral, amigo personal de Vargas Llosa, y, quien solía decir en son de broma cada vez que Vargas Llosa hablaba con una dama en alguna reunión: “No hay problema, a Mario solo le gustan las mujeres de la familia” (clara alusión a que Vargas Llosa se casó en primeras nupcias con Julia Urquidi Illanes, su tía, y luego con Patricia Llosa, hija de su tío Lucho Llosa, hermano de su madre, Doris Llosa.

En la dedicatoria de este libro, leemos lo siguiente: “A Julia Urquidi Illanes, a quien tanto debemos yo y esta novela”. ¿Cuánto de cinismo hay en esta dedicatoria?

Evaluemos. La señora Julia Urquidi Illanes publica el libro, “Lo que Varguitas no dijo”, para esclarecer y reivindicar su integridad de mujer, pues, en la novela de Vargas Llosa, aun con toda la ficción que suele acompañar a una obra de este género, aparecen hechos reales que distorsionados maliciosamente por el autor de “La ciudad y los perros”, buscan borrar las huellas de la maledicencia con que actuó frente a una mujer que sacrificó buena parte de su vida, para que el futuro novelista pudiera llegar a ser lo que quiso ser: un escritor profesional.

Vayamos por partes. Julia Urquidi conoce en un viaje que hizo a Lima (ella era boliviana, murió en Santa Cruz, Bolivia en el 2010) a Mario Vargas Llosa. Él tenía 9 años y ella 19. Las edades son importantes porque nos permiten llevar la cuenta que hay diez años de diferencia entre sobrino y tía.

“Por esa misma época nació Patricia, hija de mi hermana Olga, sobrina mía y prima hermana de Marito” (“Lo que Varguitas no dijo”; Julia Urquidi Illanes; Editorial Khana Cruz. La Paz – Bolivia; 1995. Pág. 9). Todas las citas que utilizaré son de esta edición. Ya casados, Mario y Julia viajan a Europa. Al poco tiempo aparece Wanda Llosa, la hija mayor del tío Lucho y hermana de Patricia, la actual esposa de Vargas Llosa y madre de sus tres hijos: Gonzalo, Álvaro y Morgana. Cuando Wanda tenía ya un año en París viviendo con sus tíos, aparece Patricia. La tía Julia sintió gran alegría por ese hecho:


“Confieso que me sentí feliz cuando la vi, sobre todo por la alegría de Wanda, me reproché a mí misma por hacer dudado de recibirla. Patty era una criatura de catorce años a la que se le habría un mundo esplendido”.

(Pág. 89)



¿Por qué Julia Urquidi se mostró reacia en un primer instante? Porque tenía miedo a la sobrina, porque siempre había sido una niña de carácter fuerte y voluntarioso y ella no quería tener inconveniente alguno. Pero lo cierto es que Patricia llegó a París y con ella la tragedia de una mujer que había puesto su tranquilidad espiritual en manos de un joven impetuoso, descontrolado e inestable como era el sobrino, Mario Vargas Llosa. La presencia de la prima altera el comportamiento del escritor quien, al poco tiempo, comienza a jugar una doble vida, la del esposo de Julia y la de inquieto enamorado de una chiquilla de catorce o quince años (uno o dos añitos más que la niñita de Polanski) a quien le lleva nueve años de diferencia. Esa faceta seductora  del joven escritor de entonces está documentada por Julia Urquidi en su libro. Escuchémosla:


“Debíamos emprender el viaje de regreso, me encontré con Juan y Wanda en el auto, pero mi marido y sobrina no aparecían. Los tuvimos que esperar más de media hora. Cuando lo hicieron estaban tomados de la mano y apenas nos miraron. Siempre pensé que ese fue el día decisivo en la vida de los tres, que fue allí, en Holanda, donde Mario le confesó su amor a Patricia; no sé por qué, pero tengo la plena seguridad de que no me equivoco. En ese momento, se me volvió a encender la luz roja de peligro que antes rechazaba, y ya ésta no me abandonó más”.

(Pág. 95)


¿Qué le queda hacer a una mujer diez años mayor que su marido, viendo como éste cae encandilado a los pies de una muchachita de quince años? No otra cosa que abordar el tema y despejar dudas.  Es así que doña Julia toma el toro por las astas. ¿Cuál es la reacción del escritor de 24 años?


“Nunca lo vi tan energúmeno. Me trató de mentirosa, de calumniar a una niña de quince años y, sobre todo, hija de mi hermana. Me dijo que mis celos eran paranoicos, que me estaba volviendo loca, que qué pensarían mi cuñado y mi hermana si supieran que ofendía con mis dudas a su hija, que me portaba como una histérica, etc.”

(Pág. 96)


Cuenta Julia Urquidi que las sospechas que tenía, siempre encontraban fundamentos bien sólidos. Una clara confirmación la tuvo una noche en que, regresando a su casa, la casera le dijo:

“- Madame, ya no puedo callarme esto.

Que su sobrina se vaya de su casa; todas las noches, cuando regresa con su marido, se besan en las gradas de la casa; yo los veo desde mi ventana. Usted reemplaza a la madre de estas niñas, no permita esto; mi hija también los ha visto.

Cuando usted se va a trabajar no se olvide que se quedan solos. Incluso los encontré en un café como dos enamorados. No diga usted que se lo he contado, pero si fuera necesario, no tengo reparos en decírselo a ellos: es una falta de respeto a mi casa; yo no se la he alquilado para esto”.

(Pág. 96 – 97)



Mario Vargas Llosa y Julia Urquidi Illanes,
"La tía Julia"; en un típico café del barrio
latino de París, 1961.
El libro de Julia Urquidi contiene muchas de las intimidades vividas con Vargas Llosa, confesiones, por otro lado, que nunca hubieran salido a la luz si Mario Vargas Llosa no hubiera contado, parte de estas intimidades, en su novela “La tía Julia y el escribidor”.

El novelista puso toda la ropa en el tendero en su novela, hasta las prendas más íntimas.

Cuando el libro de Julia Urquidi estaba finiquitado empezaron las intimidaciones para que este valioso y esclarecedor testimonio no saliera a la luz.

Julia en el prólogo del libro, fechado en La Paz, Bolivia en 1983, dice:

“No han sido pocas las dificultades que he tenido que vencer para que este libro salga a la luz; desde la amenaza velada – a través de terceras personas -  hasta el querer silenciarme con malas artes – con la compra de originales por una suma que no era de dejar pasar. Hay algo que olvidaron quienes trataron de hacerlo (además de bloquearme varias editoriales); mi conciencia, mi honestidad, reivindicación e integridad de mujer, no están en venta”.

(Pág. 7)



¿Sabía Vargas Llosa de estas malas artes? Otorguémosle el beneficio de la duda. El libro, de por sí, es incendiario para el escritor peruano desde el momento que salen a la luz sus, no pocas, conductas machistas, su estereotipo de macho latino, para quien la hembra es tan sólo un accesorio que se toma y se deja según la ocasión o la conveniencia. ¿Tiene derecho o autoridad moral para ver los “vicios” de los otros quien tiene rabo de paja? Que el lector juzgue al hombre, no al autor de novelas tan extraordinarias como “La guerra del fin del mundo” o “La ciudad y los perros”.

Julia Urquidi Illanes hizo bien al publicar este libro; su ex esposo no tenía ningún derecho a ventilar su vida marital en una novela y, más aún, tergiversando los hechos y ocultando su infidelidad. En un pasaje de la “Tía Julia y el escribidor”, se desliza la idea de una Julia frívola y simplona que pasa sus aburridos días leyendo novelas ligeras y anodinas. Urquidi Illanes aclara:


“Nuestra relación comenzó discutiendo sobre literatura, punto en el que siempre mantuve mi criterio a salvo de cualquier influencia y nunca me los pudo cambiar. El primer libro de nuestra discusión fue uno sobre la vida del pintor francés Touluose Lautrec. Por otra parte, y contrariamente a lo que afirma Mario [en su novela], nunca he leído ni a Delly ni a Corin Tellado; siempre encontré  que esas novelitas llamadas “rosas”  anquilosan la mente y en la mayoría de ellas hay una pornografía disfrazada”.

(Pág. 10)



Otro de los aspectos que Vargas Llosa soterra o ignora en su novela son sus celos enfermizos hacia la tía Julia, celotipia heredada de ese padre descontrolado y oligofrénico que, enterado de los amores de su hijo adolescente con Julia Urquidi; amenazó con pegarle un tiro a la tía. Los celos de Varguitas llegan a extremos patológicos:


“Sus celos me resultaban sofocantes. Lo quería mucho, pero si me casé con él lo hice para que ambos fuéramos felices y no para destruirnos (algo que olvidaría tiempo después). Posiblemente, Mario había heredado el temperamento celoso de su padre, que una vez fueron calificados de paranoicos por un médico. (…) no era dueña de salir a comprar ni cigarrillos, e inclusive llegó a extremos tales como “por olvido”, dejarme encerrada bajo llave en la casa”.
(Pág. 36)

De que su padre era un hombre anormal, conductualmente hablando, lo confirma el mismo Vargas Llosa en sus “memorias”. Oigámoslo:


“El tío Juan me contó tiempo después la cinematográfica entrevista [con el padre del futuro escritor]. Mi padre lo esperaba sentado al volante del Ford azul y cuando el tío Juan entró, lo previno. “Estoy armado y dispuesto a todo”. Para que no cupieran dudas, le mostró el revolver que llevaba en el bolsillo. Dijo que si los Llosa, aprovechando su relación con el presidente [Luis Bustamante y Rivero], trataban de sacarme al extranjero, tomaría represalias contra la familia. Luego despotricó contra la educación que me habían dado, engriéndome e inculcándome que lo odiara y fomentándome mariconerías como decir que de grande sería torero y poeta”.

(“El pez en el agua”, Seix Berral, 1993; pág. 63)



Todo un energúmeno, un tronado que había hecho del maltrato verbal y físico, hacia el hijo y la esposa, algo frecuente.


“Y cuando, sobreexcitado con su propia rabia, se lanzaba a veces contra mi madre, a golpearla, yo quería morirme de verdad, porque incluso la muerte me parecía preferible al miedo que sentía.

A mí me pegaba también, de vez en cuando”.

(Págs. 53 – 54)


“Cuando me pegaba, yo perdía totalmente los papeles, y el terror me hacía muchas veces humillarme ante él y pedirle perdón con las manos juntas. Pero no eso lo calmaba. Y seguía golpeando, vociferando y amenazándome con meterme al Ejército de soldado raso para que me pusieran en vereda. Cuando aquello terminaba, y podía encerrarme en mi cuarto, no eran los golpes sino la rabia y el asco conmigo mismo por haberlo tenido tanto miedo y haberme humillado ante él de esa manera, lo que me mantenía desvelado, llorando en silencio”.

(Págs. 56 – 57)



Con un cinismo y un desembarazo común en él, Vargas Llosa escribe en el capítulo final de “La tía Julia y el escribidor” lo siguiente:


“El matrimonio con la tía Julia fue realmente un éxito y duró bastante más de lo que todos los parientes, y hasta ella misma, habían temido, deseado o pronosticado: ocho años, (…) cuando la tía Julia y yo nos divorciamos hubo en mi dilatada familia copiosas lágrimas, porque todo el mundo (empezando por mi madre y mi padre, claro está) la adoraban.

Y cuando, un año después, volví a casarme, esta vez con una prima (hija de la tía Olga y el tío Lucho, que casualidad) el escándalo familiar fue menos ruidoso que la primera vez (consistió sobre todo en un hervor de chismes)”.



Claro que el matrimonio fue “un éxito”, pero para él, quien hizo su carrera literaria apoyado en ella y a quien engañaría de la forma más vil y despreciable con la prima y en la propia casa. “¡Qué casualidad!; dice don Mario, como quien dice criollamente, “Qué vivo que soy”. Sin ligar a dudas, muchas de las taras genéticas del padre, en lo que a conducta moral y ética se refiere, fueron heredadas por el hijo; los hechos así lo demuestran.

Nos resulta una lata escuchar al diablo predicar sermones de San Agustín o letanías de Tomás de Aquino. Rayando los extremos de lo huachafo y lo banal, nuestro Cipriani literario en la ceremonia del Nobel habla de esa prima de nariz respingada y etc., etc. Ni una palabra de gratitud para la tía Julia, para la mujer que creyó en él y que terminó hundida en la soledad, la depresión y la humillación por causa de un hombre que unge de santo y probo.






CORTÁZAR, EL JAZZ, MI NIÑEZ Y ARMSTRONG


I


Buddy Rich, Ray Brown, Charlie Parker, Mill Miller,
Max Hollander, Jimmy Carwell y Milt Lomark
Cada vez que escucho jazz en casa (Billie Holiday, Louis Armstrong, Benny Goodman, Ella Fitzgerald, Duke Ellington o Charlie Parker) me viene a la mente mi niñez y un viejo disco de Armstrong que nunca supe de dónde había salido. Esa trompeta era tremenda, esos sonidos parecían nacer en parajes desconocidos. Pero después asomó una vez grave, no humana, nunca había escuchado una voz con ese tono. Me encantó el disco y lo guarde por mucho tiempo. En una mudanza perdí la pista de él; con el mismo sigilo misterioso con que había aparecido se esfumó de mi vida. Pero el nombre de Armstrong quedó conmigo y en la adolescencia pude conseguir un par de discos de él y una pequeña biografía. ¿Quién había sido ese hombre mágico que hacía con la trompeta lo que sólo un Dios puede hacer? Sinteticemos. Louis Armstrong nació en New Orleans (Lousiana) el 4 de julio de 1900 en el seno de una familia de escasos recursos y en uno de los barrios más marginales de aquella ciudad. Su atracción por la música la adquiere en la calle, gracias a las bandas neorleanesas que pasan por las avenidas de la ciudad como ráfagas de viento.

Su segundo encuentro con la música se dio en el reformatorio para niños abandonados cuando, por buena conducta, fue admitido en la banda del reformatorio. Su encuentro con la trompeta fue  motivado por los consejos de Peter Davis, director musical de la banda. A los catorce años abandona el reformatorio y, deambulando por los cabarets de Storyville, toca eventualmente en algunos locales; allí entabla amistad con un cornetista de cierto prestigio: King Oliver.

Su pequeña popularidad va en crecencia y es contratado por el director de orquesta. De ahí para adelante su carrera es una subida vertiginosa. Fate Marable, un director de orquesta, lo incorpora a su prestigiosa banda que actúa diariamente en los barcos de vapor que navegan por el Mississippi. Su apoteósica carrera llega  a la cumbre cuando se incorpora a la “Creole Jazz Band” de King Oliver, en Chicago.

Francis Scott Fitzgerald inventó
una generación y una época: la era
del Jazz.
Por esos años, 1922, graba sus primeros discos. Gracias a esto, su fama llega a oídos de Fletcher Henderson, el mejor director de orquesta negro de esos años, quien le ofrece un contrato para que se una a su banda. En sólo un año revoluciona el estilo y la forma de tocar de sus compañeros y graba algunos discos con los mejores cantantes de blues de la época, entre otras con la gran Bessie Smith. Su música había ido más allá de la que tocaban otros, pero eso no lo envanecía, como si nunca quisiera olvidar sus tristes orígenes en Lousiana. Las orquestas en las que toca comienzan a quedarle pequeñas y deja y deja la banda de Henderson como antes había abandonado a otras. Entre 1925 y 1928 forma dos grupos musicales y graba innumerables discos. En Europa triunfa en París  y en 1940 forma una de las bandas de Jazz más espectaculares de la historia de ese género. Lo acompañan durante muchos años el baterista Catlett, el trombonista, Jack Teagarden, el pianista, Earl Hines, el clarinetista, Barney Bigard y contrabajista, Arvell Shaw. Con ellos grabó discos y ofreció inolvidables conciertos. Armstrong participó en incontables películas de Hollywood y llevó su natural sonrisa por todo el mundo, hasta que su corazón lo abandonó en su casa de Corona (New York) el 6 de julio de 1971.



II

Julio Cortázar
Cuando leí “El perseguidor” de Cortázar, allá por los años setenta, me llamó la atención dos cosas: primero, esa escueta y extraña dedicatoria; In memoriam Ch. P., segundo, que la historia tratara de un saxofonista. ¡Diablos!, pensé. No puede ser otro que Charlie Parker, el maestro de saxo alto que murió a los 35 años, es decir, la mitad de años de los que vivió Armstrong. Dejemos a Cortázar unos minutos esperando en el lobby y vayamos a Parker. A Charlie no lo acoso la pobreza de niño como a Armstrong, pero eso no significó que el dinero abundara. Nacido en un barrio de Kansas City en 1920, ingresó a los 13 años en el “College Lincoln”, donde se despierta en él el interés por la música. A esa edad empieza a estudiar bajo la dirección de Alonzo Lewis. En la banda de la escuela lo pusieron a tocar la tuba, pero su madre no lo consideró un instrumento apropiado para su Charlie y con sus ahorros le compró su primer saxo alto. Su precocidad se manifestó de inmediato y con tan solo quince años logra el carné de músico profesional del “Local 627”.

Fue el clarinetista Buster Smith quien lo orientó sobre la técnica del saxofón y el uso adecuado de las boquillas y cañas. Su entrada en la banda del pianista Jay McShann, con quien trabajó hasta 1942, le permitió grabar sus primeros discos importantes. Cuando McShann regresó a Kansas City, Charlie decidió quedarse en la agitada vida Newyorquina. En el Ballroom de Harlem conoce a Dizzy Gillespie quien sería su alter ego. “Bird”, apodo con el que ya se le conocía, forma un cuarteto para tocar en el famoso club “Three Deuces” de la Calle 52 en una sesión liderada por el guitarrista Tiny Grimes para el sello Savoy. Es con Gillespie con quien Parker grabaría en 1945 una serie de discos que, para la historia, quedarán como los primeros verdaderos testimonios de esa nueva forma de jazz, y como discos clásicos en su género. La vida bohemia y desordenada, entre licor y drogas, lo llevan a una prematura muerte en 1955. Su muerte según el parte médico del forense – que dejo escrito que el cadáver era de un hombre que aparentaba 60 años – fue producto de una combinación entre neumonía, úlcera de estómago, cirrosis e infarto posterior. Al día siguiente de su muerte apareció por todas las paredes de Nueva York, y en los coches del metro, graffitis e inscripciones que decían: “Birb lives”. Tenían razón, no podía morir ese intérprete genial del blues que, con su estilo, influyó en toda la música jazzística posterior. Actuó con los mejores conjuntos, entre ellos los de Tony Grimes, Miles Davis, etc. Los seis discos del “Charlie Parker Memorial” recogen sus principales creaciones, entre las que se encuentran, sobre todo, Ko Ko y Parker´s Mood.


III

Fue a través de Cortázar que fui penetrando en el jazz.

El amor y la pasión del argentino por este género lo llevó a admirar a Charlie Parker y de ahí a escribir “El perseguidor” y a dedicárselo sólo había un paso. En una carta a su amigo       Jean Bernabé, fechada en Ginebra, el 31 de octubre de 1955, leemos la siguiente confesión:


“Estoy encarnizado con un cuento que no acabo de escribir y que me está dando un trabajo terrible. [“El perseguidor”]. Su tema es aparentemente muy sencillo: la vida – y sobre todo la muerte – de un músico de Jazz. Concretamente se trata de Charlie Parker, que murió hace unos meses en circunstancias bastante horribles. Siempre le tuve mucho cariño, y los datos que pude reunir sobre su vida me dieron ganas de intentar una “biografía” ficticia (cambiando incluso el nombre, pero dejando los indicios suficientes para que todo amateur de jazz, se dé en seguida cuenta de que se trata de Parker). Quiero presentarlo como un caso extremo de búsqueda, sin que se sepa exactamente en qué consiste esa búsqueda, pues el primero en no saberlo es él mismo. Ni qué decir que en cierto modo estoy haciendo una transferencia personal, y que mucho de lo que me preocupa irá a la cuenta del personaje. No sé cómo terminará esto; hasta ahora hay unas treinta páginas escritas, y hará falta otro tanto”.

(En… “Julio Cortázar. Cartas 1955 1964”, edición a cargo de Aurora Bernárdez y Carles Álvarez Garriga. Alfaguara, 2012, págs. 67 – 68. Tomo 2)



Casi mes y medio después, en una carta a Eduardo Jonquiéres, fechada en Paría, el 12 de diciembre, Cortázar, escribe:


“En Ginebra no he hecho nada que valga la pena. Estoy penando con un cuento muy largo, que me gustaría me saliera bien. He escrito diversos fragmentos, pero todavía me falta la verdadera unidad, la pieza que colocas en medio del puzzle y de pronto descubres la totalidad. El cuento es un poco la biografía de Charlie Parker, el músico de jazz que murió hace unos meses. ¿No sabes nada de él, no has oído sus discos? Quisiera usarlo como portavoz de un mensaje mío, y qué quizá también fue suyo. Quisiera tantas cosas que no sé realmente lo que va a salir”.

(Ibídem, pág. 72)



El cuento cuajó y Cortázar salió airoso. ¿Dónde encontramos más noticias sobre este cuento que tanto trabajo le costó a su autor? Veamos esta carta a Jean Bernabé, fechada en París, el 8 de mayo de 1957.


“Entre tanto parece que “El perseguidor” sale en una excelente revista mexicana [Revista Mexicana de Literatura, N° 9, enero a abril de 1957], lo cual me ha alegrado mucho. Le agradezco, Jean, su ofrecimiento de traducido. Ya sabe que nada puede serme más agradable que eso. Pero me asusta el trabajo que supondría para usted, aparte de que en este momento no veo la posibilidad de que pueda ser publicado.
Por supuesto, si usted se siente con ánimos, ¿qué mejor noticia para mí que enterarme de que va a traducir ese cuento? Pero no le robe demasiado tiempo a sus lecturas; yo me siento ya demasiado culpable.”
(Ibídem, pág. 126)



El cuento fue dejado por su autor con otros tres relatos en la editorial Sudamericana para ver la posibilidad de que sea publicado. Julián Urgoiti, gerente de Editorial Sudamericana, cuando era director de la Cámara del Libro, conoció a Cortázar y decidió, por estima personal, publicarle “Bestiario”. Pero, ante la pretensión de Cortázar de publicar “El perseguidor” en ese sello, Urgoiti le comunicó de que eso no sería posible hasta 1959, o sea, un años después que el autor dejó los trabajos en la casa editora. Cortázar comenta este hecho con humor e ironía. Lo hace en una carta a Eduardo Jonquiéres, fechada en París, el 19 de abril de 1958.


“Juan Urgoiti me escribe deplorando no poder publicar “El perseguidor” y los otros cuentos que le dejé. Me promete hacerlo en 1959. Pero me voy a dar el gusto de decirle que no, y le escribo a Salas para que retire el original. Hay algunos placeres que uno tiene que dárselos en vida. Ya verás que me publicarán cuando esté muerto. ¿Por qué preocuparme entonces?”
(Ibídem, págs. 154 – 155).



El gusto por el Jazz en Cortázar se remonta a sus años de profesor en Bolívar y en Chivilcon, donde dicta cursos de geografía, historia y arte, donde empieza lentamente a querer su trabajo al ver señales de progreso en sus alumnos, aunque se encuentra a veces al borde del surmenage. “La escuela (a lo que me entrego gozosamente, porque me gusta enseñar) es lo único que me aleja un poco de mis preferencias absolutas; fuera de ella, cierro los ojos a toda actividad que presuponga dar el tiempo a fines extraños a mí mismo, escribe a Mercedes Arias en una carta fechada en Chivilcon, en setiembre de 1940. Creo firmemente que, como un agradecimiento a las horas de placer que el jazz le había brindado desde su juventud, Cortázar se siente motivado a escribir “El perseguidor”.

Hombre de ideas firmes e incontrastables, Cortázar se detenía en todos los pormenores que acarreaba la publicación de un libro: corrección de las últimas pruebas de sus escritos y  diseño de las carátulas. Escudriñemos en la correspondencia del autor de “Rayuela” con respecto a estos puntos y otros más que tienen que ver con “El perseguidor”:


“El cuento sobre Charlie Parker (“El perseguidor”) los ha dejado locos a todos. ¿Ya lo has leído?


Me interesa ver como reaccionas tú, americano, frente a un tema que se refiere al jazz y a cosas que te tocan muy de cerca”.

(Carta a Paul Blackburn, París, 27 de marzo de 1960. Volumen 2).


“Hablando de Montevideo, tuve una de las mejores recompensas de mi vida: una carta de Onetti en la que me dice que “El perseguidor” lo tuvo quince días a mal traer. Para mí es como si me lo hubiera dicho Musil o Malcom Lowry, esa clases de planetas”.

(Carta a Francisco Porrúa, París, 14 de agosto de 1961. Volumen 2)


“Terminados, los cuentos fantásticos. La cuota está completa. Si vuelvo a escribir alguno será también en otro plano, con otros fines. ¿Cómo es posible no darse cuenta de que después de “El perseguidor” ya no está uno para invenciones puramente estéticas? No me crea mordido por ningún bicho dialectico – materialista. Nada de eso. Simplemente estoy más viejo, y descubro cosas que pasan en torno a mí y que cuentan más que las invenciones puras”.

(Carta a Emma Susana Speratti Piñero, París, 27 de octubre de 1961. Volumen 2).


“Entre los cuentos esta la Charlie Parker Story, que sigo creyendo es la mejor historia sobre Jazz que jamás se haya escrito Under The Western Skies. No es en broma, Paul. El Jazz tiene mala suerte en la literatura: estilo young man with a horn y otras porquerías.
En cambio este cuento es otra cosa, yo creo que tú te has dado cuenta. By the way, Olympia renunció a publicarlo porque es demasiado largo, de modo que Knopf, si acepta el libro, tendría material inédito en inglés”.

(Carta a Paul Blackburn, París, 18 de diciembre de 1961. Volumen 2)



Benny Goodman
Cortázar valoraba tanto su relato que algunas veces se mantenía firme en cuanto no darlo a publicación, si las regalías no eran las convenientes.


“Yo creo que “El perseguidor” es un muchos sentidos mi mayor relato y no estoy dispuesto a cederlo sin una retribución que me consuele un poco de que Johnny Carter se vuelva blanco y porteño (cosa que por lo demás comprendo perfectamente). De lo contrario, lo dejaré esperando hasta que se presente alguna oportunidad mejor en cualquier parte de este mundo”.

(Carta a Manuel Antín, París, 23 de agosto de 1962. Volumen 2)


Siempre experimentando, Cortázar logró con su novela “Rayuela” una de las más audaces aventuras literarias en cuanto a renovación en el arte de narrar así lo expresa en una misiva.


“Personalmente creo no haber escrito nada mejor que “El perseguidor”; sin embargo en “Rayuela” he roto tal cantidad de diques, de puertas, me he hecho pedazos a mí mismo de tantas y tan variadas maneras, que por lo que a mi persona se refiere ya no me importaría morirme ahora mismo. Sé que dentro de unos meses pensaré que todavía me quedan otros libros por escribir, pero hoy, en que todavía estoy bajo la atmosfera de “Rayuela” tengo la impresión de haber ido hasta el límite de mí mismo, y de que sería incapaz de ir más allá”.

(Carta a Jean Bernabé, París, 3 de junio de 1963. Volumen 2).



Cortázar iba más allá de ser un simple escritor, le preocupaba sobremanera dónde, cuándo y cómo se publicaría alguna creación suya. Le gustaba sugerir qué cuento o qué novela era adecuada para tal país, según el momento político o que la temática se adecuara a la idiosincrasia del lector. Esta “intromisión” ayudaba, innegablemente, a la difusión de la obra, lo cual favorecía económicamente no sólo al autor sino a la casa editorial.


“Sin embargo, te propongo una cosa. Ya que quieres un cuento largo, ¿Por qué no sacas “El perseguidor” del tomo “Las armas secretas” y lo publicas por separado? Primero, es un cuento que yo quiero mucho, y en el que me parece que alcancé a tocar (a divisar, quizá) unos límites a los que quisiera llegar antes de morirme. Segundo, creo que tiene interés para el público cubano, a quien en los últimos tiempos les están un poco vedadas las atmosferas extranjeras. La vida de un músico negro de jazz (se trata de Charlie Parker, no sé si leíste el cuento) es ahí mi pretexto para interrogarse sobre la condición humana individual, y bien sé que tanto tú como yo sentimos continuamente en peligro y amenazada esa interrogación, en aras de una supuesta interrogación colectiva que, por lo menos en la literatura, no ha dado hasta ahora, gran cosa. Pero, en  fin, tú eres el más indicado para decidir si te parece bien publicar ese cuento. Desde ya estás autorizado a hacerlo, siempre que jures sobre la cabeza de Calvert que vas a revisar las pruebas como si fueran los rollos del Mar Muerto”.

(Carta a Antón Arrufat, París, 13 de junio de 1963. Volumen 2)




Charlie Parker
Sabido es, que en el mundo de las publicaciones, muchos escritores son víctimas de editores y agentes literarios inescrupulosos que echan mano de todo tipo de artimañas para aprovecharse de los autores. Negociaciones turbias entre editores y agentes, ediciones más allá de lo pactado y otras argucias que mantienen al autor a la deriva. Los egoísmos y trámites burocráticos están a la orden del día; estos hechos desfavorecen los magros ingresos de jóvenes autores que, siendo sus obras de calidad, ven que éstas no les reportan lo que merecen. De ahí que, como buenos opponent, logran los autores devolver algunos golpes bajos, no sin unas raspaduras de humorismo como lo hace Cortázar:


“Y ya que de mí hablamos, contesto a tus casi increíbles proposiciones. Ya lo de editar “El perseguidor” me parecía magnifico; pero que ahora, llevados por un entusiasmo que no trepido en calificar de temerario, Calvert y vos estén dispuestos a editar una antología de mis cuentos [Cuentos, La Habana, Casa de las Américas, 1964; selección y prólogo de Antón Arrufat.], me deja acentuadamente estupefacto. ¿Lo han pensado bien? Si es así, mi respuesta no puede contrariar tan catastrófica decisión. Con alegría, con orgullo, con toda mi alma les digo que sí, que los autorizo y los apoyo. Mirá, Antón, este asunto queda entre ustedes (es decir, la casa) y yo. El editor argentino de mis libros no tiene por qué enterarse, ni de que ustedes me editan, ni de que yo los autorizo. Si se enterara, habría un lío padre, porque ya se sabe lo que es un señor que está ganando bastantes dólares con mis libros y se entera de que en un país americano le hacen una edición de su amado autor. Yo conozco de sobra la situación en Cuba, y entiendo que la mejor manera de colaborar con lo que ustedes están haciendo es facilitarles la labor. De nada valdría empezar con “tratativas” París – Buenos Aires o La Habana – Buenos Aires. Pasaría el tiempo, el editor no estaría de acuerdo, etc. De manera que adelante, y por favor que esta carta no circule: le aplicas un fósforo y nos olvidamos de ella (ojo: queda entendido que, en caso de dificultades, yo estoy dispuesto a hacerme responsable ante mi editor de la publicación de mi antología; no se trata de escurrir el bulto ni cosa parecida. De todos modos, mejor; que salga el libro, y si te he visto n me acuerdo…”
(Carta a Antón Arrufat, París, 3 de noviembre de 1963. Volumen 3)


El autor de “Rayuela” no hacia concesiones cuando de sus libros de trataba. En cierta ocasión,  en que se quería ilustrar el relato “El perseguidor”, la reacción de   Cortázar no se mostraba nada amistosa ni conciliadora con respecto a ese hecho, y así se lo hizo saber al editor Francisco Porrúa a través de una carta fechada en París el 21 de marzo de 1967.


“Mi querido Paco:

Hold On! Ayer te puse una larga carta en el correo, y ahora agrego un apéndice bastante necesario; creo. Esta mañana me llamó Berni [Antonio Berni, pintor argentino]. Dice que Old Man le manda “El perseguidor” por avión para que lo lea (esas ignorancias son ulcerantes, pero pasemos…), pues se le ha ocurrido una edición para bibliófilo + otra destinada al common reader, y quiere que Berni “ilustre el cuento”.

Muy amablemente le dije que cuando estuviera enterado del contenido del relato, me llamara para hablar. Entre tanto te escribo a vos, porque entiendo que debo decirte,

1)    Que sin duda no estas enterado del proyecto, desde el momento que no me has dicho nada,

2)   Que el tal proyecto, aunque monetariamente pueda ser interesante, etc., me parece una insensatez total, puesto que

a)    No lo veo  a Berni – NI A NADIE – “ilustrando” un cuento donde el personaje, aunque se llame Johnny Carter, es para todo el mundo, empezando por el autor, Charlie Parker. Entiendo que Berni es un gran artista, pero su estilo no tiene nada que ver con mi cuento, y  ni Ramona ni Juanito Laguna fueron nunca amigos de Bird ni lo serán, qué joder.

b)   Ergo, estoy muy desconcertado, pues dentro de una o dos semanas Berni me va a telefonear y tendré que verlo, y vos comprendés que estas cosas que te estoy diciendo a vos no se las puedo decir a él, PORQUE NO VA A COMPRENDER. De ahí se seguirán los malentendidos, que se pueden elegir a montones: Cortázar es un vanidoso / Yo entiendo muy bien el cuento y puedo ilustrarlo / Qué carajo se piensa/
Si a mí me confían un texto yo lo ilustro como nadie /, etc.

¿A vos no te parece, Paco, que cuando a alguien se le ocurre una idea como ésta, al primero a quien hay que consultar es al pobre autor? Al Old Man no se le cruzó por el mate, primero porque el Old Man no tiene idea de lo que es “El perseguidor”, lo que soy yo, y lo que es Berni. Ha juntado tres ingredientes al azar y cree que con eso le va a salir un buen plato; se olvida de que entre nosotros, un plato tiene también una segunda acepción.

Te escribo nada más que para ponerte al corriente. Si la cosa está demasiado avanzada, paciencia. Incluso bien puede suceder que vos conozcas la obra y la persona de Berni mucho mejor que yo, y creas que es capaz de salir del paso. De todas maneras me pareció necesario señalarte el hecho.
Hasta pronto, con un abrazo fuerte,
Julio.

(Ibídem. Volumen 3)



Días después, en otra carta a Porrúa. Cortázar da por zanjado el tema de Berni tajantemente:

“Re Berni: Che, claro que no todo es Juanito Laguna, yo le tengo una gran admiración a Berni y eso que la única vez que fui a su taller de París, nos tuvo a Aurora y a mí tres horas mirando cuadros y grabados y no nos dio ni un vaso de agua, rasgo de economía que los argentinos atribuyen siempre a los franceses y que, como ves, no es tan típico. Hablando en serio, tu idea de que ilustre “Los buenos servicios” me parece excelente, porque hay ahí todos los elementos de ironía, de caricatura incluso, que Berni puede explotar admirablemente. Entiendo, pues, que lo antes posible habría que mandarle contraorden, a ver si la recibe antes de que me telefonee para discutir el libro.

Si lo hace en estos días, yo mismo le sugeriré amablemente que lea el otro cuento y le diré que en mi opinión  sería preferible que ilustrara ése y no el de Johnny. Pero si la indicación de ustedes llega antes, será muchísimo mejor desde el punto de vista psicológico”.

(Carta a Francisco Porrúa, París, 6 de abril de 1967 – Volumen 3)



Su vida agitada en Europa, sus inquietudes, sus fobias, su sentido del humor y todo lo que en su vida tenía alguna significación, es transmitido a sus más íntimos amigos con una naturalidad que deja translucir los cánones sobre los que para él regían la amistad. Esta carta a Porrúa, una de las tantas que Cortázar le dirigió, es sumamente ilustrativa:

Saignon, 13 de setiembre de 1967



Mi querido Paco:

 Recibí tu carta del 5, cuyo contenido me imaginaba ya y que no me tomó demasiado de sorpresa, aunque hasta el final había guardado alguna esperanza de poder verte este año. Será el próximo, entonces, y ya iremos hablando de la mejor forma de poder encontrarnos con tiempo suficiente. Me alegro, te imaginás, de que esté decidido tu viaje para el 68, pues yo no veo la menor razón para ir a la Argentina como no sea que vos renuncies a venir a Europa, y huelga decirte que prefiero encontrarte aquí donde pienso que muchas cosas te harán bien, te ayudarán a salir de algunos pozos, a menos que te metan en otros peores – pero ésa es como siempre la ley del juego. En fin, hago un gran esfuerzo para olvidarme de que este mes era tu mes, y me consuelo proyectando desde ahora el encuentro a un plazo no demasiado largo.
Salimos dentro de 2 o 3 días de Saignon, para subir a París y esperar a Blackburn que desembarca en el Havre el 18. Un día te contaré más sobre todo esto, y ya verás. Por ahora me limito a cuestiones más bien prácticas. En materia de correspondencia futura, hay que prepararse a un hueco considerable que abarcará el final de septiembre y todo octubre, pues Viena nos vamos a Argelia a trabajar por 20 días, y de regreso nos detenemos una semana en Mallorca donde viven unos amigos. Ya te imaginás que es un itinerario demasiado internacional para que la correspondencia me siga con probabilidades de alcanzarme. De todos modos yo salgo de París el 26 de este mes, o sea que en caso de cualquier urgencia me podés escribir a Général Beuret. (Y hasta el 6 de octubre, a Viena.)

Aquí he trabajado mucho estos dos meses, y 62 está terminada en su tercera versión. Ahora me la llevo para releerla y revisarla, y entonces te diré (a comienzos de noviembre). Si pasa el examen, hago sacar copias y te envío un ejemplar lo antes posible para que me dés tu opinión. Es un libro bastante corto, unas 300 páginas de máquina con mucho margen. No tengo la menor idea de lo que verdaderamente contiene y tu impresión me es desde ya tan necesaria como el libro mismo.

Me alegré mucho de la visita de García Márquez, de lo que fueron él y su mujer para vos. ¿Vendrán a París? Supongo que él tendrá mi dirección y que me escribirá si proyecta algún viaje.

Despacho aquí dos o tres cuestiones prácticas. Primero: a tu pregunta sobre Los reyes, por supuesto que sí. Si la Bestia, decide echárselo encima, allá ella. Claro que lo hace con su segunda, porque hay que ver lo bien que la hago quedar yo en esos diálogos, y la Bestia tiene su vanidad. Va a ser divertido que ese libro salga en una editorial tan terriblemente engagée por el nombre que lleva; esos encuentros.

No te preocupes por Losfeld, que tiene fama de vago. Ya escribirá, yo moveré la cosa antes de irme a París. Con respecto al Apollonaire de Yurkiévich, creo que finalmente se arregló la cosa con Losada, pues intervinieron amigos de don Gonzalo y del autor.

Te envío carta de Almendros (Editorial Orbe). Fijate si de ahí podría salir algo interesante. Lo que dice de una recopilación de “ensayos” es absurdo; ya me propuso algo igual Ángel Rama para una editorial montevideana. No me gustan esas rejuntas que parecen un poco un tacho de basura con viejas sobras. Pero tal vez en la primera parte de la carta haya algo que interese a Sudamericana, y de paso a mí. Por cierto que ayer recibí aviso de que me enviaban 200 dólares a Viena como primer pago de regalías por El perseguidor y otros cuentos (Centro Editor de América Latina). ¿Vos tenés alguna supervisión sobre la forma en que van a editar el libro, corrección de pruebas y esas cosas?

El problema cuando hay arreglos inter – editoriales es que el autor se queda un poco cortado de la fabricación y presentación del libro, y eso me inquieta. Por ejemplo, “otros cuentos”: ¿Cuáles? ¿En qué orden?

El Centro Editor no me ha escrito ni una línea. ¿Si ustedes les indicaran que de todas maneras yo estoy vivo y me gustaría controlar un poco la edición? Gracias.

(De paso te adjunto el recibo por esos $200, que me evita otra punta de francos de franqueo. Gracias de nuevo.)

RE PETER OWEN LTD, LONDON: No sé si te habrán  escrito. Se interesaban por mis libros, y los referí a Uds. Sin duda conocés esa casa, que tiene un excelente catálogo de cosas modernísimas y de primera línea. ¿No les interesaría un Collected Short Stories o algo así?

RE CARLOS BARRAL: Le escribí en el sentido sugerido por vos y estoy a la espera de novedades.

Paco, fuimos cinco días a Córcega, a un viejo molino en pleno maquis donde vive un poeta francés a quien quiero mucho. Fue algo maravilloso, descubrir que en Europa se puede vivir casi en la edad de piedra si uno quiere, y comprarse un molino de piedra junto a un torrente por unas monedas. Este hombre pasa con su mujer y su hija todo el verano pescando truchas (que nos comíamos asadas sobre una piedra); nos mostró la región, con aldeas increíbles, iglesias construidas por los italianos en el siglo XII, con bajorrelieves fabulosos (verás fotos en colores cuando vengas, las saque pensando en vos). Ahora pienso en Argelia, si será o no interesante. Lo hubiera sido desde luego si yo hubiera ido solo; con Aurora estaré un poco más atado porque no la puedo embarcar en el tipo de expediciones que permiten la vagancia y la libertad totales, pero de todos modos espero ver bastante de la vida argelina de hoy y de la experiencia socialista que intentan a su manera.

Ayer me llegaron unos números de diarios argentinos, La Gaceta de Tucumán y otros; aunque ya lo sabía, me quedé aterrado ante la información tendenciosa, increíble, que tienen allá sobre lo de Bolivia y el caso de Régis Debray. Según la Gaceta, por ejemplo, los pobres bolivianos están en una situación terrible porque su ejército de tres mil y pico de hombres sólo cuenta con armas antiguas, mientras que los ciento veinte guerrilleros tienen un equipo modernísimo, etc. Es para pellizcarse y preguntarse si uno está soñando o ha caído en la imbecilidad senil. Por cierto que todo me hace suponer que en enero volveré a Cuba, con motivo del congreso de intelectuales del tercer mundo. Después de leer los diarios en cuestión, te juro que hubiera saltado al primer avión que saliera para la Habana.

Vuelvo al viejo tema de los “cuentos completos”. Si Brral no lo hace, ¿se decidirán ustedes? No me quisiera morir sin verlos en un volumen en español. Hablando de español, Índice de Madrid me dedicó 15 páginas espectaculares, que me tiraron de espaldas en pleno pasto de Saignon: fotos de un tal Gálvez, cronopio que me ametralló en París, presentación de Francisco Fernández Santos, poemas alusivos, un cuento inédito mío que yo le había dado a Fernández Santos creyendo que lo publicarían a secas, sin todos esos apéndices y preludios que deben haber dejado a los gallegos bastante estupefactos. Para tu información, en una de las fotos estoy en plena improvisación hot en la trompeta, y en otra me estoy comiendo una banana y sosteniendo una máscara negra con la otra mano. Te imaginás la cara de Camilo José Cela y otros bien pensantes.

Me gustaría charlar tanto con vos, o simplemente estar ahí y que vos supieras que estoy ahí. Me emocionó que me contaras que Sara ha ido a encontrarse con mi madre; no sabés (sí, los dos lo saben bien) lo que eso significa para mí. Decíselo a Sara, con un gran beso mío.

Y ahora a hacer valijas, a verificar la presión de los neumáticos, y hasta pronto, viejo, y que todo vaya bien, que todo vaya como vos  y yo y nosotros quisiéramos que vaya, con un abrazo muy grande

Julio”.
(Ibídem, Volumen 3)



Sus negativas ante los hechos que considera van contra sus principios son tan firmes como sus opiniones sobre los libros, autores, acontecimientos. Cortázar siente que puede opinar sobre un autor en forma objetiva (sea este conocido o desconocido; amigo o enemigo); su criterio va por encima de esas minucias. Una carta a Vargas Llosa, fechada en París el 21 de marzo de 1967 así lo testimonia.


Querido Mario:

Gracias por tu carta y los informes sobre la revista peruana, que por lo que dices parece bastante anodina e inofensiva. La verdad es que no tengo mayores ganas de enviarles nada, pero si entre tanto averiguas algo más sobre ella, eso me ayudará a decidir.

Porrúa me escribió hablándome de un proyecto sobre el que también te ha escrito, o sea unos trabajos de Vargas sobre Cortázar y de Cortázar sobre Vargas, que se publicarían en una nueva revista argentina. Le he contestado que personalmente ese sistema de comentarios recíprocos no me gusta nada, porque me recuerda a los peores vicios de revistas como Sur que durante años consistió en una serie de notas en que un señor hablaba de otro a cambio de que el otro hiciera lo mismo con él, y así el infinito. Entiendo que cualquiera de nosotros puede escribir sobre un escritor que también es un amigo, pero que no debe hacerlo en una especie de “operación  sincronizada”; yo, por lo menos, no sirvo para eso.



IV

El relato, más que cuento, “El perseguidor” se sitúa en los últimos días de la vida del saxofonista Charlie Parker, (Johnny Carter en el relato). La historia está narrada en primera persona por Bruno, un crítico de Jazz que escribe para algunos periódicos y revistas.

La relación entre Jhonny y Bruno va más allá de una relación entre músico y crítico, hay entre ellos una extraña amistad. Bruno ha escrito un libro sobre la vida del músico, pero este, inmerso hasta el cuello en su adicción a la marihuana, parece importarle poco este hecho, por lo menos así lo manifiesta cuando se encuentra con los efectos de la hierba.

Cuando está de “bajada”, sus comentarios retorcidos e incoherentes, no dejan traslucir nada en limpio:


“- oh, he leído algunas páginas – dice  Johnny - .
En lo de Tica hablaban mucho de tu libro pero yo no entendía ni el título. Ayer Art me trajo la edición inglesa y entonces me enteré de algunas cosas. Está muy bien tu libro. (…) – Es como un espejo – dice Johnny -. Al principio yo creía que leer lo que escriben sobre uno era más o menos como mirarse a uno mismo y no en el espejo. Admiro mucho a los escritores, es increíble las cosas que dicen. Toda esa parte sobre los orígenes del bebop…”

(“El perseguidor”, en “Ceremonias”, Seix Barral, 2000. Pág. 259)



Los estados de crisis de Johnny vienen acompañados de unos discursos descabellados. A veces logra evocar algún recuerdo y establece analogías que cobran cierto sentido a oídos de sus interlocutores.


“- Bruno, si un día lo pudieras escribir… No por mí, entiendes, a mí que me importa. Pero debe ser hermoso. Te estaba diciendo que cuando empecé a tocar de chico me di cuenta de que el tiempo cambiaba. Esto se lo conté una vez a Jim y me dijo que todo el mundo se siente lo mismo, y que cuando uno se abstrae… Dijo así, cuando uno se abstrae. Pero no, yo no me abstraigo cuando loco. Solamente que cambio de lugar. Es como en un ascensor, tú estás en el ascensor hablando con la gente, y, no sientes nada raro, y entre tanto pasa el primer piso, el décimo, el veintiuno, y la ciudad se quedó ahí abajo, y tú estás terminando la frase que habías empezado al entrar, y entre las primeras palabras y las últimas hay cincuenta y dos pisos. Yo me di cuenta cuando empecé a tocar que entraba en un ascensor, pero era un ascensor de tiempo, si te lo puedo decir así”.
(Ibídem, págs.: 222 – 223)


Todos los intentos por parte de Bruno y de los buenos amigos para que Johnny deje de consumir la droga es inútil, siempre están los malos amigos que le facilitan la droga o que, en algunos casos, consumen con él, como es el caso de la mujer que convive con Johnny, Dédée. Ambos se hospedan en un hotel, siempre están faltos de dinero por la adicción del saxofonista. Bruno sospecha que la compañera de Johnny es acompañante de “vuelos” de él, pero no puede hacer nada para evitarlo. También está la marquesa, que no sólo fuma con él como en tiempos remotos, sino que no es extraño verla compartir el lecho con su ocasional amante.

Su adicción  lleva a Johnny a perder actuaciones, contratos jugosos y grabaciones de discos. La muerte de su hija Bee lo envía como por un tubo al consumo de alcohol y droga. La reacción de Johnny ante este hecho nefasto no dista mucho de las respuestas a otros hechos, relevantes o no.


“– Bruno, me duele aquí – ha dicho Johnny al cabo de un rato, tocándose en sitio convencional del corazón -. Bruno, ella era como una piedrecita blanca en mi mano. Y yo no soy más que un pobre caballo amarillo, y nadie, nadie, limpiará las lágrimas de mis ojos.
Todo esto dicho solemnemente, casi recitando, y Tica mirando a Art y los dos haciéndose señas de indulgencia, aprovechando que Johnny tiene la cara tapada con la toalla mojada y no puedo verlos.

Personalmente me repugnan las frases baratas, pero todo esto que ha dicho Johnny, aparte de que me parece haberlo leído en algún sitio, me ha sonado como una máscara que se pusiera a hablar, así de hueco, así de inútil. Dédée con otra toalla y le ha cambiado el apósito, y en el intervalo he podido vislumbrar el rostro de Johnny y lo he visto de un gris ceniciento, con la boca torcida y los ojos apretados hasta arrugarse. Y como siempre con Johnny, las cosas han ocurrido de otra manera que la que uno esperaba, y Pepe Ramírez que no lo conoce gran cosa está todavía bajo los efectos de la sorpresa y yo creo que del escándalo, porque al cabo de un rato Johnny se ha sentado en la cama y se ha puesto a insultar a los responsables de la grabación de Amorous, sin mirar a nadie pero clavándonos a todos como bichos en un Carton nada más que con la increíble obscenidad de sus palabras y así ha estado dos minutos insultando a todos los de Amorous, empezando por Art y Delaunay, pasando por mi (aunque yo…) y acabando en Dédée, en Cristo omnipotente y en la puta que los parió a todos sin la menor excepción. Y eso ha sido en el fondo, eso y lo de la piedrecita blanca, la oración fúnebre de Bee, muerta en Chicago de neumonía”.
(Ibídem, pág. 253)



Viñeta de "El perseguidor"
Bruno está seguro de que Johnny está medio loco por efecto de la droga, nunca se preocupa por las incoherencias que dice, sabe que la realidad se le escapa y le deja en cambio una especie de parodia que él convierte en una esperanza. Todas las palabras de Johnny Carver se vuelven un fantaseo de la marihuana, un manotear monótono, una perorata son pie ni cabeza, un circunloquio, como un perro que da vueltas y vueltas tratando de morderse la cola. Verlo sentado en un sillón completamente desnudo, con las piernas levantadas y las rodillas junto al mentón, temblando pero riéndose, desnudo de arriba abajo en un sillón mugriento disparando discursos inconsistentes exacerban a Bruno.


“– Bueno, de acuerdo, pero antes le voy a contar lo del métro a  Bruno. El otro día me di bien cuenta de lo que pasaba. Me puse a pensar en  mi vieja, después en Lan y loa chicos, y claro, al momento me parecía que estaba caminando por mi barrio, y veía las caras de los muchachos, los  de aquel tiempo. No era pensar, me parece que ya te he dicho muchas veces que yo no pienso nunca; estoy como parado en una esquina viendo pasar lo que pienso, pero no pienso lo que veo. ¿Te das cuenta? Jim dice que todos somos iguales, que en general (así dice) uno no piensa por su cuenta. Pongamos que sea así, la cuestión es que yo había tomado el métro en la estación Saint – Michel y en seguida me puse a pensar en Lan y los chicos, y a ver el barrio. Apenas me senté me puse a pensar en ellos. Pero al mismo tiempo me daba cuenta de que estaba en el métro, y vi que al cabo de un minuto más o menos llegábamos a Odeón, y que la gente entraba y salía. Entonces seguí pensando en Lan y vi a mi vieja cuando volvía de hacer las compras, y empecé a verlos a todos, a estar con ellos de una manera hermosísima, como hacía mucho que no sentía. Los recuerdos son siempre un asco, pero esta vez me gustaba pensar en los chicos y verlos. Si me pongo a contarte todo lo que vi no lo vas a creer porque tendría para rato. Y eso que ahorraría detalles. Por ejemplo, para decirte una sola cosa, veía a Lan con un vestido verde que se ponía cuando iba al Club 33 donde yo tocaba con Hamp. Veía el vestido con unas cintas, un moño, una especie de adorno al costado y un cuello… No al mismo tiempo, sino que en realidad me estaba paseando alrededor del vestido de Lan y lo miraba despacio. Y después miré la cara de Lan y la de los chicos, y después me acordé de Mike que vivía en la pieza de al lado, y cómo Mike me había contado la historia de unos caballos salvajes en Colorado, y él que trabajaba en un rancho y hablaba sacando pecho como los domadores de caballos”.
(Ibídem, pág. 225 – 226)



El estado de Johnny empeora día a día al compás de sus recaídas. Cierta mañana su nombre aparece en las noticias de policía del Figaro, porque durante la noche parece que Johnny ha incendiado la pieza del hotel y ha salido corriendo desnudo por los pasillos. Tanto él como Dédée han resultado sin daño alguno, pero el saxofonista está internado en un hospital bajo vigilancia policial. Bruno, antes de visitarlo en el nosocomio, se entera por un amigo de Johnny, Art Boucaya, que el rollo alucinatorio del día está relacionado con hojas y campos llenos de urnas. Bruno va al hospital.


“Johnny está sentado en la cama, en una sala donde hay otros dos enfermos que por suerte duermen. Antes de que pueda decirle nada me ha atrapado la cabeza con sus dos manazas, y me ha besado muchas veces en la frente y las mejillas. Está terriblemente demacrado, aunque me ha dicho que le dan mucho de comer y que tiene apetito. Por el momento lo que más le preocupa es saber si los muchachos hablan mal de él, si su crisis ha dañado a alguien, y cosas así. Es casi inútil que le responda, pues sabe muy bien que los conciertos han sido anulados y que eso perjudica a Art, a Marcel y al resto; pero me lo pregunta como si creyera que entre tanto ha ocurrido algo de bueno, algo que componga las cosas. Y al mismo tiempo no me engaña, porque en el fondo de todo eso está su soberana indiferencia; a Johnny se le importa un bledo que todo se haya ido al diablo, y lo conozco demasiado como para no darme cuenta.

-       Qué quieres que te diga, Johnny. Las cosas podrían haber salido mejor, pero tú tienes el talento de echarlo todo a perder.

-       Sí, no lo puedo negar – ha dicho cansadamente Johnny –. Y todo por culpa de las urnas.

Me he acordado de las palabras de Art, me he quedado mirándolo.

-       Campos llenos de urnas,  Bruno. Montones de urnas invisibles, enterradas en un campo inmenso. Yo andaba por ahí y de cuando en cuando tropezaba con algo. Tú dirás que lo he soñado, eh. Era así, fíjate: de cuando en cuando tropezaba con una urna, hasta darme cuenta de que todo el campo estaba lleno de urnas, que había miles y miles, y que dentro de cada urna estaban las cenizas de  un muerto. Entonces me acuerdo que me agaché y me puse a cavar con las uñas hasta que una de las urnas quedó a la vista. Sí, me acuerdo que pensé: «Esta va a estar vacía porque es la que me toca a mí». Pero no, estaba llena de u polvo gris como si muy bien que estaban las otras aunque no las había visto”.
(Ibídem, págs. 242 – 243)



El desenlace no  podía ser otro que la muerte. Johnny, según testimonio de Baby, una de las amantes de Carver, murió contento y sin saberlo. Estaba viendo la televisión y de golpe cayó al suelo.
Su muerte fue instantánea.



V

Cortázar era un hombre eminentemente hermético en su vida privada; se había construido un mundo interior que mantenía a buen recaudo, como una joya que se guarda en una caja de seguridad a la que solo Aurora Bernárdez, su primera esposa, quizá tenía acceso. En ese mundo personal anidaban la literatura, el Jazz, el boxeo, la fotografía y, entre otras cosas, su trompeta y sus gatos. En sus cuentos, el juego logra una gran trascendencia: juega el autor, el narrador, los personajes y juega el lector, forzado a ello por los endemoniados engaños que lo esperan en cualquier párrafo. Ahí están esas obras maestras de la narrativa breve que Cortázar escribió: “Las Ménades”, “La autopista de sur”, “Cartas de mamá”, “La noche boca arriba” o “Casa tomada”. El juego es una forma de ficción, un orden engañoso que se impone al mundo real, como una obra de teatro que reemplaza a la vida. El juego para el hombre es distracción, una forma de olvidarse de la realidad que muchas veces lo oprime, y a la cual muchas veces se ve tentado a reemplazar. Johan Huizinga, el filósofo holandés muerto, en 1945, sostiene en su libro “Homo Ludens”, que el juego es el punto neurálgico de la civilización, y que toda la evolución de la sociedad hasta la modernidad se dio lúdicamente, es decir, que los sistemas políticos, las instituciones (escuelas, bancos, universidades, etc.), prácticas, ideologías y religiones, se dieron a partir de esas formas primitivas de celebración y ritos que son los juegos infantiles.

Las diversiones basadas en el juego que celebran los personajes de Cortázar a veces son peligroso, rayando en la locura o la muerte, como sucede en “Continuidad de los parques”; los desenlaces inesperados e inimaginables como en “Las Ménades”, o la incertidumbre que nos quedad al concluir la lectura del cuento, verbigracia, “Casa tomada” o “Reunión con un círculo rojo”. Lo que en Cortázar aparece como una realidad insignificante, a medida que avanza el relato esta realidad va penetrando el mundo de lo prodigioso, sin que haya muchas veces una fusión entre lo real y lo fantástico. Transcribo para comodidad de mis lectores estos dos pequeños cuentos de Cortázar, para deleite de todos, fanáticos y admiradores.




CONTINUIDAD DE LOS PARQUES

“Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en  su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejo que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi enseguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un dialogo anhelante corría por las páginas como una arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.

Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo la novela”.





EL RÍO

“Y sí, parece que es así, que te has ido diciendo no sé qué cosa, que te ibas a tirar al Sena, algo por el estilo, una de esas frases de plena noche, mezcladas de sábana y boca pastosa, casi siempre en la oscuridad o con algo de mano o de pie rozando el cuerpo del que apenas escucha, porque hace tanto que apenas te escucho cuando dices cosas así, eso viene del otro lado de mis ojos cerrados, del sueño que otra vez me tira hacia abajo. Entonces está bien, qué me importa si te has ido, si te has ahogado o todavía andas por los muelles mirando el agua, y además no es cierto porque estás aquí dormida y respirando entrecortadamente, pero entonces no te has ido cuando te fuiste en algún momento de la noche antes de que yo me perdiera en el sueño, porque te habías ido diciendo alguna cosa, que te ibas a ahogar en el Sena, o sea que has tenido miedo, has renunciado y de golpe estás ahí casi tocándome, y te mueves ondulando como si algo trabajara suavemente en tu sueño, como si de verdad soñaras que has salido y que después de todo llegaste a los muelles y te tiraste al agua. Así una vez más, para dormir después con la cara empapada de un llanto estúpido, hasta las once de la mañana, la hora en que traen el diario con las noticias de los que se han ahogado de veras.

Me das risa, pobre. Tus determinaciones trágicas, esa manera de andar golpeando las puertas como una actriz de tournées de provincia, uno se pregunta si realmente crees en tus amenazas, tus chantajes repugnantes, tus inagotables escenas patéticas untadas de lágrimas y adjetivos y recuentos. Merecerías a alguien más dotado que yo para que te diera la réplica, entonces se vería alzarse a la pareja perfecta, con el hedor exquisito del hombre y la mujer que se destrozan mirándose en los ojos para asegurarse el aplazamiento más precario, para sobrevivir todavía y volver a empezar y perseguir inagotablemente su verdad de terreno baldío y fondo de cacerola. Pero ya ves, escojo el silencio, enciendo un cigarrillo y te escucho hablar, te escucho quejarte (con razón, pero qué puedo hacerle), o lo que es todavía mejor me voy quedando dormido, arrullado casi por tus imprecaciones previsibles, con los ojos entrecerrados mezclo todavía por un rato las primeras ráfagas de los sueños con tus gestos de camisón ridículo bajo la luz de la araña que nos regalaron cuando nos casamos, y creo que al final me duermo y me llevo, te lo confieso casi con amor, la parte más aprovechable de tus movimientos y tus denuncias, el  sonido restallante que te deforma los labios lívidos de cólera. Para enriquecer mis propios sueños donde jamás a nadie se le ocurre ahogarse, puedes creerme.

Pero si es así me pregunto qué estás haciendo en esta cama que habías decidido abandonar por la otra más vasta y más huyente. Ahora resulta que duermes, que de cuando en cuando mueves una pierna que va cambiando el dibujo de la sábana, pareces enojada por alguna cosa, no demasiado enojada, es como un cansancio amargo, tus labios esbozan una mueca de desprecio, dejan escapar el aire entrecortadamente, lo recogen a bocanadas breves, y creo que si no estuviera tan exasperado por tus falsas amenazas admitiría que eres otra vez hermosa, como si el sueño te devolviera un poco de mi lado donde el deseo es posible y hasta reconciliación o nuevo plazo, algo menos turbio que este amanecer donde empiezan a rodar los primeros carros y los gallos abominablemente desnudan su horrenda servidumbre. No sé, ya ni siquiera tiene sentido preguntar otra vez si en algún  momento te habías ido, si eras tú la que golpeó la puerta al salir en el instante mismo en que yo resbalaba al olvido, y a lo mejor es por eso que prefiero tocarte no porque dude de que estés ahí, probablemente en ningún momento te fuiste del cuarto, quizá un golpe de viento cerró la puerta, soñé que te habías ido mientras tú, creyéndome despierto, me gritabas tu amenaza desde los pies de la cama. No es por eso que te toco, en la penumbra verde del amanecer es casi dulce pasar una mano por ese hombro que se estremece y me rechaza. La sábana te cubre a medias, mis dedos empiezan a bajar por el terso dibujo de tu garganta, inclinándome  respiro tu aliento que huele a noche y a jarabe, no sé cómo mis brazos te han enlazado, oigo una queja mientras arqueas la cintura negándote, pero los dos conocemos demasiado ese juego para creer en él, es preciso que me abandones la boca que jadea palabras sueltas, de nada sirve que tu cuerpo amodorrado y vencido luche por evadirse, somos  a tal punto una misma cosa en ese enredo de ovillo donde la lana blanca y la lana negra luchan como arañas en un bocal. De la sábana que apenas te cubría alcanzo a entrever la ráfaga instantánea que surca el aire para perderse en la sombra y ahora estamos desnudos, el amanecer nos envuelve y reconcilia en una sola materia temblorosa, pero te obstinas en luchar, encogiéndote, lanzando, lanzando los brazos por sobre mi cabeza, abriendo como en un relámpago los muslos para volver a cerrar sus tenazas monstruosas que quisieran separarme de mí mismo. Tengo que dominarte lentamente (y eso, lo sabes, lo he hecho siempre con una gracia ceremonial), sin hacerte daño voy doblando los juncos de tus brazos, me ciño a tu placer de manos crispadas, de ojos enormemente abiertos, ahora tu ritmo al fin se ahonda en movimientos lentos de muaré, de profundas burbujas ascendiendo hasta mi cara, vagamente acaricio tu pelo derramado en la almohada, en la penumbra verde miro con sorpresa mi mano que chorrea, y antes de resbalar a tu lado sé que acaban de sacarte del agua, demasiado tarde, naturalmente, y que yaces sobre las piedras del muelle rodeada de zapatos y de voces, desnuda boca arriba con tu pelo empapado y tus ojos abiertos".



VI
Louis Armstrong
Mi deuda con Cortázar no se limita a haber pasado horas maravillosas leyendo su obra, sino que también se suma el hecho de haberme introducido en el mundo del Jazz, sin pretender por ello convertirme en un jazzmen. Cuento ahora con una pequeña discoteca de este género; cada vez que escucho jazz me viene a la mente la enorme figura del escritor argentino y la de Charlie Parker, unida a mi niñez impregnada con los eternos acordes de Armstrong.

Wolfsschanze, setiembre 2014.







DAVID O. SELZNICK O LO QUE EL VIENTO SE LLEVÓ

Margaret Mitchel
(Estados Unidos 1900 - 1940)
Una de las primeras novelas de gran extensión que leí antes de cumplir los quince años fue “Lo que el viento se llevó” de la estadounidense Margaret Mitchell, obra ganadora del prestigioso premio Pulitzer en 1937, libro que llegó a vender más de un millón de ejemplares en los seis meses siguientes a su publicación. La impresión que me causó fue similar a la que sentí al leer “Madame Bovary” de Flaubert.

No sé por qué circunstancia el personaje de Mitchel, Scarlett O´hara, me hace recordar a Emma Bavary. La novela, publicada el 30 de junio de 1936, fue llevada al cine en 1939 bajo la producción de David O. Selznick, hombre fuerte de la prestigiosa Metro – Goldwyn – Mayer.

¿Pero quién es este David dentro de la dinastía de estos hombres de cine? Hijo del productor Lewis Selznick, hermano del también productor Myron Selznick y yerno de Louis B. Mayer, el más poderoso presidente de Mtro - Goldwyn – Mayer. David O. Selznick (1902 -1965) tuvo las ideas clareas desde joven. El odio por un tío que se llamaba como él, lo lleva a introducir la característica O. en su nombre.

David O. Selznick media algo más de un metro de estatura. Tenía el pelo negro y lustroso, cara y figura que tendían a combarse en los lugares propensos a ello, mientras luchaba sin cesar y sin ningún efecto contra el exceso de peso, y brillantes e inquisitivos ojos azules detrás de gruesos lentes. El intenso atractivo que poseía se ilustraba con su proposición matrimonial a su amada Irene Mayer, registrada en una carta que merece ser conservada como el compendio lacónico de las declaraciones amorosas. Tras referirse a varios temas propios del cine, agrego, como de pasada:


“He estado pensando en ti y he decidido casarme contigo. Ya soy maduro, no lo niego; soy torpón y embisto contra las cosas; soy arrogante y antiguo aspirante a ser un personaje; ronco con fuerza, bebo con exuberancia, abrazo de modo expansivo, trabajo en exceso, juego con entusiasmo y mi futuro empieza a disiparse, pero soy alto, judío y te amo.  David en busca de su compañera”.



David O. Selznick
(Estados Unidos 1900 - 1965)
La ruina de su padre lo hace abandonar sus estudios y lo lleva a producir para que la familia recupere su estatus. En 1926 su hermano lo introduce en Metro – Goldwyn – Mayer como lector de guiones y comienza una fantástica carrera que lo convierte en uno de los productores independientes más poderosos. Como siente que no asciende de prisa, dos años después pasa a Paramount, donde empieza su verdadero trabajo como productor; descubre a George Cukor y llega a ser responsable del estudio. Ya casado con Irene Mayer, la hija de Louis B. Mayer, su ambición lo lleva a convertirse en productor independiente, pero su suegro boicotea su proyecto. Hombre paciente, David se contenta con un puesto importante en RKO, donde permanece entre 1931 y 1933, sentando las bases de sus nuevos proyectos; su ojo cinéfilo lo lleva a descubrir a la que será una de las más grandes divas de Hollywood: Katharine Hepburn.

Convencido de la eficacia y del talento de yerno, Louis B. Mayer le da a David la vicepresidencia de la Metro con una unidad de producción propia, junto al mítico Irving Thalberg, y comienza a construir su leyenda. Gran lector de obras clásicas, comienza a hacer adaptaciones literarias, entre las que destacan David Cooperfield  de Charles Dickens (1935), dirigida por George Cukor y Anna Karenina de León Tolstoi (1935), dirigida por Clarence Brown; estas dos películas ya empiezan a fijar las claves de lo que será el estilo de David O. Selznick.

Pero sus sueños de independencia eran más fuertes que su carácter y David no tardó en tener fuertes enfrentamientos con su suegro y Thalberg, de ahí que, dos años después, prefiera crear Selznick International y lanzarse  a la aventura en solitario.

David O. Selznick
Funda la Selznick International en 1936.
En 1936 fundó su propia compañía cinematográfica, la Selznick International, y se incorporó al exclusivo núcleo de nababs peliculeros victoriosos. En aquel entonces sabía tanto de la industria que pocos podían compararse con él y, con energía y entusiasmo ilimitados, se preocupó de que todo el mundo se enterase de ello. Rehízo guiones, sermoneó a productores, instruyó a directores, espoleó a actores y se entremetió despiadadamente en todos los departamentos, hasta el extremo de que puso a muchos al borde del colapso nervioso, como en justificación de sus máximas, citadas tan a menudo: “Los grandes filmes se hacen en todos sus detalles de acuerdo con la visión de un solo hombre y no aceptando sólo una parte de lo que ha hecho”, y “nada importa salvo el producto final”. Su aplicación era inagotable, y su atención a los pormenores, fenomenal. Poseía el raro talento de todos los empresarios sobresalientes de extraer de las personas creadoras lo mejor de su contribución. Nadie podía discutir que tenía un barniz de genio.

Vienen nuevas producciones: Ha nacido una estrella, 1937, dirigida por William. A Wellman, El prisionero de Zanda, 1937, dirigida por John Cronwell, e Intermezzo, en 1939, de Gregory Ratoff, la primera película norteamericana de la gran Ingrid Bergman.

Intermezzo e Ingrid Bergman jugaron en la vida de Selznick un papel interesante, dado el carácter decidido que la valquiria sueca tenía. Cuando la versión sueca, subtitulada, de Intermezzo llegó a Nueva York y Hollywood, el Darly News, de Los Ángeles, afirmó rotundamente que no sólo era la mejor película que Suecia había enviado a los Estados Unidos, sino también superior a cualquiera que la Meca del cine tenía entonces en las pantallas. “La señorita Bergman es hermosa, cualidad bastante común en Holliwood; pero, además, está dotada de una infrecuente intensidad emocional. Esta combinación hace de ella una persona capaz de elevarla con facilidad a la categoría de gran actriz, incluso a la de estrella de primera magnitud. Los productores hollywoodenses debieran confabularse para traerla a este país, aunque sólo fuese para alejarla de las películas suecas, cuya calidad empieza a ser excesivamente buena”.

Ingrid Bergman
(Suecia 1915 - Reino Unido 1982)
No puede precisarse si David Selznick leyó esta crítica o si alguien le avisó sobre ella, pero el hecho fue que envío a Katherine Brown, directora en la sucursal neoyorquina del departamento encargado de descubrir argumentos y talentos, la orden de intensificar la búsqueda de películas extranjeras excelentes, cuya nueva versión la Selznick International pudiera ofrecer al mercado estadounidense.

Katherine Brown vio la película y quedó encantada con la Bergman más que con el argumento de la película, el cual sí encantó a David O. Selznick.

El primer obstáculo de David fue la negación de la actriz sueca a cambiarse de nombre, el cual, según Selznick, no era conveniente para el mercado estadounidense. En su autobiografía, la actriz sueca ha dejado testimonio de este hecho.


“- Es usted consciente de que su nombre no nos conviene.

-       ¿No? ¿Por qué?

-       Principiemos por el de pila. No sabemos pronunciarlo, y todos dirían Ein – grid.

En cuanto a Bergman, pues, resulta demasiado alemán. A todas luces, vamos a tener dificultades con Alemania, y no queremos que se crea que contratamos una actriz alemana. Hay, en efecto, el apellido de su marido, Lindstrom, bastante semejante al de Lindbergh, Charles Lindbergh, el gran aviador. Es el ídolo de los estadounidenses en este momento, y le llaman Lindy. ¿Aceptaría este?

Me mostré glacial.

-       No quiero el apodo de nadie. Es más, no me propongo cambiar mi nombre. Me llamo Ingrid Bergman desde que nací y así me llamarán en América, y el público tendrá que aprender a pronunciarlo correctamente. Si lo cambiase y no tuviera éxito en los Estados Unidos, me avergonzaría regresar a Suecia con un nombre distinto.

El señor Selznick reflexionó y comió varios bocados.

-       Bueno, discutiremos eso mañana. Veamos ahora lo que se refiere a su maquillaje, porque tiene las cejas gruesas, la dentadura deficiente y muchas otras cosas más. Mañana la llevaré al departamento de maquillaje y averiguaremos que se puede hacer…

Llegó la ocasión de que yo reflexionara.

-       Temo que se ha equivocado usted, señor Selznick. No debió comprar toda la película, incluyéndome. Creí que usted me había visto en Intermezzo y que le había gustado, razón por la cual envió a Kay Brown a Suecia. Pero ahora me contempla en carne y hueso y desea cambiar todo. Prefiero no hacer la película. No hablemos más de ello. Dejemos las cosas como estaban antes. Olvidémoslo. Tomaré el primer tren y volveré a mi patria.

No sé por qué reaccioné de aquel modo. Sólo tenía veintitrés años y estaba habituada a hacer lo que los hombres me decían. Ignoró de donde saqué el valor para negarme a todas sus proposiciones”


(Ingrid Bergman: mi vida, Editorial Planeta S.A., 1990)




Clark Gable y Vivien Leigh
(protagonistas de le película
"Lo que el viento se llevó")
Aunque la empresa de David O. Selznick dura sólo cuatro años, once películas, entre las que figuran Lo que el viento se llevó, lo sitúan en primera línea.

David compra los derechos de la novela de Margaret Mitchell y decide que sea la película más cara realizada hasta el momento, financiada además por una compañía independiente que ni tiene capital propio ni actores contratados.

Pero antes de entrar a los intríngulis que se produjeron durante tan ingente proyecto, veamos el contenido de la voluminosa novela.

La obra gira en torno a la vida de la joven aristócrata sureña Scarlett O´Hara (interpretada en la película por la actriz inglesa Vivien Leigh, quien también encarnaría seudos papeles en Lady Hamilton, 1941 de Alexander Korda y Un tranvía llamado deseo, 1951, adaptación de la obra de Tennessee Williams con el genial Marlon Brando) y la del aventurero, cínico y desvergonzado Rhett Butler (personificado por Clark Gable).

Scarlett, mimada y caprichosa, se enamora de Ashley Wilkes (Leslie Howard), hijo también de una familia aristocrática; pero este, enamorado de Melanie Hamilton (Olivia de Havilland), contrae matrimonio con ella, sin que esto amengüe el amor que Scarlett siente por Ashley. En una fiesta Scarlett O´Hará conoce en una fiesta a Rhett Butler, un hombre atractivo que se enamora de ella. La obra, ambientada en la guerra de Secesión (1861 – 1865), tomará cauces infaustos a raíz de este terrible conflicto.

Ashley Wilkes marcha a la guerra y, durante su ausencia, Scarlett va a vivir con Melanie, como buscando en este hecho estar más cerca al amor de su vida.

Tras varias aventuras, Rhett consigue casarse con Scarlett, con la que llega a tener una hija, Bonnie Blue Butler, la que muere, partiéndose la nuca, al saltar una cerca en su caballo: … “Al levantar Rhett a la niña y colocarla sobre el caballo, Scarlett sintió una oleada de orgullo contemplando su recta espalda y la altiva postura de la cabeza.


-       Eres una preciosidad.

-       Y tú lo mismo – dijo Bonnie generosamente y, clavando la espuela en los ijares de “Señor Butler”, galopó por el sendero hacia el emparrado.

-       Mamá, mira como salto éste – gritó, echándose sobre el cuello del animal.

El grito de la niña resonó en la memoria de Scarlett como si no fuera aquella la primera vez que la oía, con recuerdos de tiempos lejanos. Había algo trágico en aquellas palabras. ¿Cómo no conseguiría recordar? Miró a la pequeña tan ligera, montada en el galopante rocín y frunció el ceño, sintiendo que un escalofrío recorría su espalda.

Bonnie llegaba a todo galope, con los negros rizos flotando sobre la espalda, con los ojos azules lanzando chispas.

-       Son como los ojos de su padre – pensó Scarlett. Ojos azules, como los de los irlandeses. Es exacta a él en todo. (…)

En el momento de inclinarse sobre la ventana se oyó un espantoso ruido de maderas, un terrible grito de Rhett, un revuelo de terciopelo azul y de cascos de caballo en tierra. Y “Señor Butler” se levantó y huyó con la silla vacía”.



Olivia de Havilland y Vivien Leigh
en un fotograma de la película.
La muerte de su hija hunde a su padre en la más intensa tristeza. El fantasma de la pobreza, generada por la guerra, hace emerger el carácter ambicioso de Scarlett; alcanzando un parecido con su marido, quien enfermo de celos, y ante la pena no superada de la muerte de Bonnie, decide abandonarla. Ella, hacia el final de la historia, se promete recuperarlo, pues, es esa circunstancia la que la lleva a descubrir que realmente la ama. “Después de todo, mañana será otro día”, es la frase con la que la obra deja en suspenso el futuro de la pareja.


-       Me voy a marchar. Pensaba decírtelo cuando volvieses de Marietta.

-       ¿Me abandonas?

-       No te sientas esposa abandonada y dramática, Escarlata. No te va ese papel. ¿No quieres divorcio, ni siquiera separación? Bueno, entonces volveré lo bastante frecuentemente para evitar las murmuraciones.

-       ¡Condenadas murmuraciones! – gritó enfadada –. ¡Te quiero! Llévame contigo.

-       No – respondió decidido.

Por un momento Escarlata estuvo a punto de echarse a llorar como una chiquilla. Se hubiera tirado al suelo, maldecido, chillado y pataleado. Pero un resto de orgullo y de sentido común la hizo contenerse. Pensó: «Si lo hago, se limitará a mirarme, o se reirá de mí. No debo chillar, no debo suplicar, no debo hacer nada que me exponga a su desprecio. Debe respetarme aunque…, aunque no me quiera». Levantó la barbilla, y se esforzó por preguntar con tranquilidad.

-       ¿A dónde piensas ir?

Los ojos de Rhett brillaron al contestar:

-       Tal vez a Inglaterra, o a París. Tal vez a Charleston, a intentar hacer las paces con mi gente.

-       Pero si los odias. Te he oído muy a menudo reírte de ellos.

-       Me sigo riendo – dijo él, encogiéndose de hombros –. Pero ya he llegado al final de mi vida aventurera, Escarlata. Tengo cuarenta y cinco años, la edad en que un hombre empieza a conceder algún valor a las cosas que en la juventud trató tan a la ligera. La unión de la familia, el honor, la tranquilidad, tienen raíces demasiado hondas. ¡Oh, no me estoy retractando, no me arrepiento de ninguno de mis actos! Me he dado la gran vida. Una vida tan excelente, que ahora empieza a perder sabor y necesito algo distinto. No, nunca he pensado en cambiar más que las manchas de la piel, pero quiero conseguir la apariencia exterior de la respetabilidad. La respetabilidad ajena, querida mía. La tranquila dignidad que puede tener la vida, vivida entre gentes distinguidas. Cuando viví esa vida, no aprecié su sereno encanto.

De nuevo Escarlata parecía encontrarse en la huerta de Tara. Había la misma mirada en los ojos de Rhett que había brillado entonces en los de Ashley. Las palabras de Ashley resonaban en sus oídos tan claramente como si no fuera Rhett el que estaba hablando.

Recordaba fragmentos de frases: «Una simetría, una perfección de arte griego», repitió, como un papagayo.

Rhett exclamó:

-       ¿Por qué dices eso? Es precisamente lo que yo quería decir.

-       Es algo que oí a Ashley hace mucho tiempo, en aquellos días.

Él se encogió de hombros y la luz desapareció de sus ojos.

-    
Leslie Howard y Vivien Leigh
 en un fotograma de la película.
  
¡Siempre Ashley! – dijo. Y permaneció un momento en silencio – Escarlata, cuando tengas cuarenta y cinco años, acaso comprenderás de qué estoy hablando, y entonces tal vez, también tú, estarás cansada de seres amanerados, modales fingidos y emociones baratas. Pero lo dudo. Yo creo que siempre te sentirás más atraída por el brillo que por el oro… Sin embargo, no puedo esperar tanta para cerciorarme… Y tampoco deseo esperar. No me interesa. Me voy a errar por viejas ciudades, y viejas regiones, donde tal vez quede algo de los viejos tiempos… Soy tan sentimental como todo eso. Atlanta es demasiado nueva para mí.

-       Basta – dijo Escarlata de pronto.

Apenas había oído nada de lo que él había dicho. Desde luego no lo había entendido. Pero comprendió que no podía soportar por más tiempo con serenidad el sonido de su voz cuando ya no quedaba amor en él.

Rhett se detuvo y la miró asombrado.

-       Comprendes lo que estaba diciendo, ¿verdad? – preguntó, poniéndose en pie.

Escarlata le tendió las manos con las palmas hacia arriba, con el ademán que desde las más remotas edades ha indicado súplica, y su corazón se reflejaba en su rostro.

-       No – exclamó –. Lo único que sé es que no me quieres y que te marchas. ¡Oh, amor mío! Si tú te marchas, ¿qué va a ser de mí?

Por un momento, Rhett vaciló como si se preguntase si no sería mejor una mentira piadosa que la verdad desnuda. Luego se encogió de hombros.

-       Escarlata, nunca he sido de esas personas que recogen los pedazos rotos, los pegan y luego se dicen a sí mismos que la cosa compuesta está tan bien como la nueva. Lo que está roto, roto está. Y prefiero recordarlo como fue, nuevo, a pegarlo y ver después las señales de la rotura durante toda mi vida. Acaso, si yo fuera más joven… – suspiro –. Pero soy demasiado viejo para creer en sentimentalismos, equivalentes a pasar una esponja y volver a empezar. Soy demasiado viejo para soportar la carga de mentiras corteses, que nacen de vivir en continua desilusión. No podría vivir contigo y mentirte, y mucho menos podría mentirme a mí mismo.

Quisiera que me pudiese importar adónde vas o lo que quieres. Pero no puedo.

Lanzó un suspiro y dijo con suave indiferencia:

-       Querida mía, no se me da un ardite.

Escarlata, muda, le oyó subir las escaleras, sintiendo que la iba a asfixiar aquel dolor que sentía en la garganta. Con el ruido de pasos, que moría en el vestíbulo, moría la última cosa por la que valía la pena vivir. Sabía que no había apelación. Que ninguna razón desviaría a aquel frío cerebro de su veredicto. Sabía que había pensado cada una de las palabras que había dicho, por muy a la ligera que algunas de ellas hubieran sido pronunciadas. Lo sabía porque sentía en él algo fuerte, implacable, todas las cualidades que en vano buscara en Ashley.

Jamás había comprendido a ninguno de los dos hombres a quienes había amado, y así los había perdido a los dos. Ahora tenía una vaga sensación de que, si hubiera comprendido a Ashley, nunca lo habría amado y de que si hubiera comprendido a Rhett nunca lo habría perdido. Pensó, desolada, que no había comprendido nunca a nadie en el mundo.

Sentía un piadoso embotamiento de la mente; un embotamiento que – lo sabía por larga experiencia – daría pronto paso a un dolor agudo, lo mismo que los destrozados tejidos divididos por el bisturí del cirujano atraviesan un instante de insensibilidad antes de que comience su tortura.

«No quiero pensar en esto ahora – se dijo, ceñuda, evocando su antiguo conjuro mágico –. Me  volveré loca si pienso ahora en que lo pierdo. Pensaré en ello mañana.»
«Pero – gritaba su corazón, rechazando el conjuro y comenzando a dolerle – no puedo dejarle marchar. Tiene que haber algún medio para impedirlo.»

-       No quiero pensar en esto ahora – repitió en voz alta, procurando encontrar un baluarte contra la marea ascendente del dolor –. Yo…

En fin, yo mañana me iré a Tara. – Y se sintió aliviada.

Había ido otra vez a Tara medrosa y derrotada y había salido de entre sus acogedores muros fuerte y armada para la victoria. Lo que había conseguido una vez, sin saber cómo, lo conseguiría, Dios mediante de nuevo. ¿De qué modo? No lo sabía. No quería discurrir sobre ello ahora. Lo único que quería era tener un espacio abierto en el cual respirar a su gusto, un lugar tranquilo para cicatrizar sus heridas, un refugio en el que trazar su plan de campaña. Pensó en Tara y sintió como si una mano tibia y suave acariciase su corazón.

Creía ver la casa blanca dándole la bienvenida a través de las rojizas hojas otoñales; percibir la suave inquietud del crepúsculo posarse sobre ella como una bendición; advertir la caída del rocío sobre los campos de arbustos verdes, maculados de copos blanquecinos; ver el crudo color de la tierra roja y la sombría belleza de los pinos oscuros en las lejanas colinas.

Se sintió vagamente reconfortada, y algunos de sus locos pesares, de sus heridas, quedaron desvanecidos. Permaneció un momento recordando pequeños detalles: la avenida de oscuros cedros que conducía a Tara, los macizos jazmines, el vivo verdor de las plantas sobre los muros blancos, las cortinillas blancas que revoloteaban en las ventanas. Y Mamita estaría allí. De repente anheló ver a Mamita con ansia,  como anhelaba, cuando era una niña pequeñita, reclinar su cabeza en el robusto pecho, sentir la curtida y negra mano acariciando su cabello. Mamita: el último eslabón con los tiempos pasados…

Con el espíritu de su raza, que se niega a reconocer la derrota, aun cuando la mire fijamente, cara a cara, Escarlata levantó la cabeza. Atraería de nuevo a Rhett. Estaba convencida de que lo conseguiría. No había habido un solo hombre al que no hubiese subyugado cuando se lo había propuesto.

«Pensaré en todo esto mañana, en Tara. Allí me será más fácil soportarlo. Sí: mañana pensaré en el medio de convencer a Rhett.

Después de todo, mañana será otro día.»    

(Lo que el viento se llevó, Margaret Mitchell; Editorial La Oveja Negra Ltda.; 1984. Volumen II, págs. 872 – 875).



Vivien  Leigh y Hattie Mc Daniel; primera
afroamericana que gana el premio Oscar, con un
papel secundario.
Lo cierto es que la muerte de Melanie Hamilton deja a Ashley Wilkes viudo, lo cual no hace más que despertar las suspicacias de Rhett Butler, pues, nunca logró superar el hecho de que Scarlett O´Hará amara al marido de Melanie desde muchos años antes de conocerlo a él. Los reproches de Rhett hasta el último momento reflejan los celos enfermizos que sintió siempre por Ashley Wilkes.


“- Querida mía, está claramente escrito en tu cara. Alguien o algo te ha hecho comprender que no es digno que te cases con el viudo de la que ha sido tu mejor amiga. Y esto mismo ha hecho aparecer ante ti mis encantos a una luz nueva y atractiva”.



Las palabras de amor y las confesiones apasionadas de Scarlett caen en saco roto. Rhett no le cree ni una palabra, su decisión está tomada: la abandonará.


“Scarlett, muda, lo oyó [Rhett]  subír las escaleras, sintiendo que la iba a asfixiar aquel dolor que sentía en la garganta. Con el ruido de pasos que moría en el vestíbulo, moría la última razón por la que valía la pena vivir. Sabía que no había apelación.

Que ninguna razón desviaría a aquella fría resolución de su posición. Sabía que Rhett había pensado cada una de las palabras que había pronunciado en el comedor, por muy a la ligera que algunas de ellas hubieran sido pronunciadas. Lo sabía porque sentía en él algo fuerte, implacable, todas las cualidades que en vano había buscado en Ashley.

Jamás había comprendido a ninguno de los hombres a quienes había amado, y así los había perdido a los dos (…)

No quiero pensar en esto ahora – se dijo, ceñuda, evocando su antiguo conjuro mágico –. Me volveré loca si pienso ahora en que lo pierdo. Pensaré en ello mañana. “Pero – gritaba su corazón, rechazando el conjuro y comenzando a dolerle – no puedo dejarlo marchar. Tiene que haber algún medio para impedirlo” (…)

Con el espíritu de su raza que se niega a reconocer la derrota, aun cuando la mire fijamente, cara a cara, Scarlett levantó la cabeza. Atraería de nuevo a Rhett. Estaba convencida de que lo conseguiría. No había habido un solo hombre al que no hubiese subyugado cuando se lo había propuesto.

“Pensaré en todo esto mañana, en Tara. Allí me será más fácil soportarlo. Sí; mañana pensaré en el medio de convencer a Rhett. Después de todo, mañana será otro día”.




George Cukor uno de los directores
de la película.
Esta es la fase con que el libro, al igual que la película, deja en suspenso el futuro de la pareja.

¿Cómo logró David O. Selznick hacerse de Lo que el viento se llevó, una de las películas más taquilleras de la historia del cine? David convenció a Louis B. Mayer para que adelante la mitad del presupuesto (4 millones doscientos cincuenta mil dólares costaría la película, con una duración de 220 minutos) y Clark Gable a cambio de la distribución mundial y la mitad de los beneficios. Supervisa a la docena de escritores, entre los que destacan Sidney Howard, Charles MacArthur y Francis Scott Fitzgerald, que trabaja en el guión.

La búsqueda de una actriz para el papel de Scarlett O´Hará no fue nada fácil. Muchas actrices pasaron el casting, algunas efectuaron lecturas de guión, se dice que 32 actrices hicieron pruebas de cámara, entre ellas artistas de la época como Joan Bennett, Jean Arthur, Paulette Goddard y Lana Túrner, quien tendría una actuación magistral junto al gran John Garfield en “El cartero siempre llama dos veces”, basada en la novela de James Mallahan. Es casting estuvo a cargo de George Cukor quien como director tenía en su haber adaptaciones de novelas como “Hermanitas”, 1933; David Copperfield”, 1935; “Romeo y Julieta”, 1936 y “Margarita Gautier”, 1936, basada en “La dama de las Camelias” de Alejandro Dumas. ¿Por qué Cukor? Porque como en el mundo editorial, en el mundo del cine también se necesita ese olfato infalible para escoger y, Cukor, era un experto. Pero Cukor sabe que a veces la vista o el entendimiento pueden engañar. Es instructivo hacer un paréntesis y meternos un instante en el mundo editorial para ilustrar esta apreciación. A la hora de escoger que libros publicar, muchos editores han demostrado ser lo suficientemente estúpidos como para rechazar obras maestras. Cuántas editoriales ningunearon “Cien años de soledad” hasta que la Editorial Sudamericana la publicó en mayo de 1967.

¿De qué visión literaria carecían aquellos que la leyeron y la rechazaron? Pero hay la contraparte. Carlos Fuentes escribió: “Gabo me envió a Italia el manuscrito de “Cien años de soledad”. Entusiasmado, lo busqué desde Venecia para felicitarlo. No lo encontré. Entonces le escribí a nuestro grande y común amigo Julio Cortázar, quien pasaba el verano en su ranchito de Saignon, una aldea al sur de Francia sin teléfonos ni telégrafos, un cartero en bicicleta tan incierto como el cómico Jacques Tati y un extraño servicio francés llamado “el pequeño azul”, al cual acudí para decirle lo siguiente al gran cronopio, al argentino que se hizo querer todos.

“Querido Julio:

Clark Gable, fotograma de la película.
Te escribo impulsado por la necesidad imperiosa de compartir un entusiasmo. Acabo de leer “Cien años de soledad”: una crónica exaltante y triste, una prosa sin desmayo, una imaginación liberadora.

Me siento nuevo después de leer este libro, como si les hubiese dado la mano a todos mis amigos. He leído el “Quijote” americano, un Quijote capturado entre las montañas y la selva, privado de llanuras, un Quijote enclaustrado que por eso de inventar al mundo a partir de cuatro paredes derrumbadas. ¡Qué maravillosa recreación del universo inventado y re - inventado! ¡Que prodigiosa imagen cervantina de la existencia convertida en discurso literario, en pasaje continuo e imperceptible de lo real a lo divino y a lo imaginario)”.

Y añado: “Pero en algún rincón debe haber un Aureliano con su cruz de cenizas en la frente que venga a protestar contra la crónica del biznieto del Coronel Gerineldo Márquez, corrija los inevitables errores y proponga una nueva lectura, radical e inédita, de los pergaminos de Melquíades.

Un día, querido Julio, me hablaste de la novela como mutación. Eso es “Cien años de soledad”: una generación y una re – generación infinita de las figuras que nos propone el autor, mago iniciático de un exorcismo sin fin. Y que sentimiento de que cada gran novela latinoamericana nos libera un poco, nos permite delimitar en la exaltación nuestro propio territorio, profundizar la creación de la lengua con la conciencia fraternal de que otros escritores en castellano están completando tu propia visión, dialogando contigo”.

¿Qué vio Carlos Fuentes que no lograron ver los infalibles “críticos” de varias editoriales? A veces los críticos – lectores ven a través de una densa telaraña y donde hay un trasatlántico ven a un salvaje remando en un bou. Sigamos. El primer informe de lectura sobre “En busca del tiempo perdido” de Marcel  Proust se lee: “Quizá sea un poco limitado [el lector de la editora], pero no soy capaz de comprender porque debería nadie dedicarle treinta páginas a contar como se da vueltas en la cama sin conseguir dormirse”. Un evaluador editorial comentando “Moby Dick” de Melville, dijo que “Hay pocas probabilidades de que un libro semejante pueda interesar al público juvenil”.

A Gustavo Flaubert le dijeron sobre su “Madame Bovary”: “Señor ha sumergido su novela en una enorme cantidad de detalles, bien trazados es verdad, pero completamente superfluo”. A un crítico más imaginativo que documentado hizo saber a Emily Dickinson que sus rimas eran completamente falsas. La preciosa edición crítica en tres volúmenes ordenada por Thomas H. Johnson en 1955, nos ha puesto en condición de apreciar finalmente en su forma autentica la calidad poética de Dickinson y para echar por tierra los juicios ligeros que han hecho algunos “críticos editoriales”.

De izquierda a derecha, David O. Selznick,
Vivien Leigh, Leslie Howard, Olivia de
Havilland y George Cukor.
A la escritora francesa Gabrielle – Sidonie Colette, con referencia a su novela “Claudine en la escuela”, le dijeron: “Temo que no vendería más de diez ejemplares”: fue un record de venta. Otro libro que se vendió en Estados Unidos con gran éxito fue “Rebelión en la granja” del escritor inglés George Orwell, verdadera alegoría satírica de la Revolución Rusa y de la Unión Soviética de Stalin – y en realidad de cualquier sistema totalitario, fue motejada por un crítico con “Imposible vender una historia de animales en Estados Unidos”. ¡Que ceguera! Sobre el “Diario de Ana Frank”, libro traducido a más de veinte idiomas, se dijo: “Esta jovencita no se da cuenta en absoluto de que su libro es poco más que un objeto curioso”. ¿No sabía este animalejo que la niña había muerto en el campo de concentración de Berger – Belsen, Alemania, en 1945?

Este tipo de pifias se dan también entre los productores y críticos de Hollywood. He aquí dos piezas de antología de juicios emitidos por un par de talent scout. A propósito de la primera actuación de Fred Astaire, en 1928: “No sabe tocar, no sabe cantar, es calvo y sólo tiene algún rudimento de danza”. Parece que este capricieux no vio la cinta de Vincente Minnelli, “Melodía de Broodway” de 1955, donde Astaire tiene una magnífica actuación junto a Cyd Charisse en el ballet “Gire Hunt”, un divertido pastiche de las novelas policiacas de Mickey Spillane. Para terminar con estas jocosas patinadas de antología, refiriéndose a Clark Gable, un desorejado crítico de cine labró con letras doradas este comentario: “¿Qué hacemos con uno que tiene semejantes orejas?”

La historia nos cuenta que el hermano de David O. Selznick, Myron, se presentó en el set del brazo de Vivien Leigh y le dijo que ella era lo que tanto andaba buscando para encarnar en la pantalla grande a Scarlett O´Hará. La joven actriz. La película fue la primera a colores que ganó un Oscar y se tuvo que confeccionar 5,500 trajes para los actores y los extras.

Ninguna escena fue filmada en Georgia, sino en California y el costo de su filmación supera los cuatro millones de dólares. Una de las escenas más complicadas de filmar fue el incendio de la ciudad de Atlanta, escena en la que se tuvo que utilizar 15,000 galones de combustible.  

David O. Selznick siempre fue muy exigente con su trabajo y con la supervisión de la labor de quienes trabajaban con él. Este hecho quedaría demostrado con creces cuando en 1946 produjera “Duela al sol”, película que dirigiera King Vidor e interpretara Jennifer Jones, segunda esposa de Selznick. Su matrimonio con Irene Mayer duró de 1930 a 1948; con la Jones estuvo casado desde 1949, hasta su muerte en Hollywood, California, el 22 de junio de 1965.

El éxito de Duelo al sol se debió en gran parte al esfuerzo desplegado por David, quien entre otras cosas, mandaba rodar numerosas escenas adicionales o repeticiones buscando siempre lo más cercano a la perfección.

La cuestión es que Lo que el viento se llevó, preparada y comenzada a rodar por su amigo George Cukor, cambió de Director por las desavenencias suegidad entre Gable y Cukor. Cukor fue sustituido por Víctor Fleming, director que ya en 1937 había dirigido, bajo la producción de la Metro, a Spencer Tracy, Lionel Barrymore y Mickey Rooney entre otros, en una adaptación del escritor inglés nacido en Bombay, Rudyard Kipling, capitanes intrépidos. Como  era costumbre en Selznick, la película incluyó escenas rodadas por otros directores entre los que estaban Sam Wood y William A. Wellman. Tras un arduo trabajo, Selznick se hizo responsable de uno de los más grandes clásicos del cine del siglo XX.

Obra de Margaret Mitchell,
publicada en 1936.
De ahí en adelante David O. Selznick siguió su vida agitada y aventurera en el mundo del cine. Se trajo de Inglaterra a Alfred Hitchcock para que dirija Rebeca (1940), basada en la novela de Daphne Du Maurier; pero exhausto y con un complejo tinglado económico a sus espaldas, debe liquidar su compañía y tomarse unas vacaciones. Cuatro años después vuelve, crea David O. Selznick Productions y produce otras seis películas entre las que destacan Recuerda, 1945 y El Proceso Paradine, 1947, de Alfred Hitchcock y Duelo al sol, 1946, de King Vidor. Para su segunda mujer, Jennifer Jones produce Jennie, 1948, dirigida por William Dieterle. En 1948 abandona la producción por cansancio para poder viajar, invertir en películas europeas como El tercer hombre, 1949 de Carol Reed y Estación Termini, 1952 de Vittorio de Sica, y, sobre todo, supervisar la carrera de Jennifer Jones. Su última aventura cinematográfica es Adiós a las armas, 1957, de Charles Vidor, una nueva versión de la novela de Ernest Hemingway ambientada en la Guerra Civil Española.

Al publicarse los primeros los primeros juicios sobre Por quién doblan las campanas, David O. Selznick telegrafió a Ingrid Bergman:


“Queridísima cliente: Llevo años repitiendo cuanto dicen ahora [los críticos de cine]. Así, pues, imaginarás mi complacencia y orgullo. En realidad, no se muestran todavía a la altura de mis predicciones. El domingo por la noche aseguré a veinticinco personas que, antes de que se acabe el año, te reconocerán, por fin, como la actriz más grande de todos los tiempos. Si eso no se sube a esa linda cabeza sueca, nada lo hará. Pero que conste que lleva un montón de años intentando en vano conseguir ese efecto”.



A pesar del telegrama de David, hubo de todo en las críticas. Si el New York Herald Tribune proclamó “La pantalla ha resuelto con acierto el desafío dela literatura”, Kate Cameron, del Daily News, opinó que “Encierra muchas cosas bellas, conmovedoras y profundamente interesantes… Lamento tener que informar que el film, por su longitud exagerada, produce más tedio que estímulo”. Y en tanto que Bosley Crowther, de The New York Times, creía que “La soberbia novela de Ernest Hemingway sobre la guerra civil española ha sido llevada a la pantalla con toda su riqueza de colorido y personalidad”, Herb Sterne decidió en Screen: “Las entrañas del original han sido extraídas con decoro y disimuladas, con el resultado de que la tragedia, tanto política como sexual, guarda muy poca relación con las realidades brutales del mundo en que vivimos”.

La revista Time concluyó: “Aunque se haya perdido la cuerda y desaparecido el badajo, la actriz sueca de veintisiete años hace sonar la campana con tan fuerte tañido, que no ha habido nada como ella desde que su gran compatriota Greta Garbo embrujó a medio mundo”.

Lo cierto y concluyentes de todo, es que Ernest Hemingway había escrito una gran novela y no era posible incluir en una película cuanto contenía aquella obra maestra. Desde luego, lo que no se destacó con claridad fue su vena política, porque se temió en Hollywood que no complacería a todos. Por consiguiente, no tomaron partido. No se propusieron insinuar qué era lo bueno y que era lo malo. Naturalmente, Hemingway tenía opiniones muy concretas sobre a qué bando pertenecía.

Ingrid Bergman cuenta en su autobiografía una anécdota esclarecedora sobre este asunto:


“Lo encontré [Hemingway] a su regreso de China.

-       ¿Ha visto la película?, le pregunte.

-       Sí, cinco veces.

Aquello me alegró.

-       ¡Ah! ¡Cinco veces! ¿Tanto le ha gustado?

-       No, no me ha gustado. Entré a verla, pero me fui a los cinco minutos, porque no la aguantaba. Eliminaron los mejores episodios sin razón alguna. Volví de nuevo, puesto que debía verla entera. Soporté algún tiempo más que en la primera ocasión, pero también me marché. Me costó cinco visitas presenciarla completa. Comprenderá, pues, lo que me ha gustado”.



Ingrid Bergman.
En su libro, Ingrid registró su apreciación personal:


“Fue mi primer film en color. Trabajamos doce semanas en las montañas, y otras doce en los estudios, y la Paramount invirtió tres millones de dólares en esta su mayor cinta. Disfruté mucho en su realización, sobre todo con Gary Cooper. Lo malo estribó en que mi dicha se evidenció en la pantalla. Era demasiado feliz para representar con honradez y veracidad el trágico personaje de María” (Citada, supra).

Wolfsschanze, febrero 2012.








LA COMEDIA HUMANA

Se habla de Lope de Vega (Fénix de los ingenios, Monstruo de la naturaleza) este último calificativo de Cervantes, como un autor de una producción literaria cuya genialidad en la literatura sería comparada en la música con Mozart. Pero qué decir de Dickens, Pérez Galdós o de la “Comedia humana” de Balzac, cuyas obras ocupan en mi biblioteca un gran espacio (16 volúmenes con un total de 11, 000 paginas). He leído algunas de sus novelas, muchas no, pero qué importa, ahí están esperándome siempre entre los estantes. Pero creo que he leído lo suficiente para concluir que es un detallista en extremo, como el colombiano Vargas Vila. Como diría Ribeyro, cada relato, cada personaje, está en su lugar y en su época. Hay en su obra una amplitud a temas relacionados al mundo de las finanzas, a las transformaciones de la propiedad rural, a los hombres de ley y a los abogados, a los hombres de industria y a los periodistas. El mundo de las casquivanas y de los facinerosos también merece un preferente interés por parte del autor de “Papá Goriot”. Marcel Bouteron se ha tomado la molestia de contar el denso número de personajes que desfilan por su cuantiosa obra: 2472. No sé si alguien se tomará la molestia de confirmar o refutar la cifra. Otra curiosidad. Desde la muerte de Balzac, muchos cuentarófilos (me arrogo el derecho de este neologismo) se han dedicado a buscar a aquellos personajes vivos de la época que sirvieron de modelo y permitieron estructurar a sus héroes. Mencionaremos solo a alguno porque la lista sería larga: Delacroix es Joseph Bridau, Canalis es Lamartine, Henri Monnier sirve de modelo a Bixiou o Desplein que representa con detalles al baron de Dupuytren, médico de Carlos X. Una última acotación sobre tan curioso personaje de la literatura. Despilfarrador como era, no le faltaron acreedores numerosos que, acompañados de dispuestos policías, lo buscaban constantemente para hacer efectivos sus cobros. No le faltaron damas enamoradas de él o de su obra que lo libraron de dar con su voluminoso cuerpo en la cárcel. En sus proyectos de negocios fantásticos nos hace recordar a Chocano, todos condenados al fracaso, siembra de piñas, minas en Cerdeña, tesoros ocultos en Santo Domingo. Su facilidad para hablar, para divulgar secretos, le crea también múltiples dichos y entredichos.





DE PAPAS Y HEREJES
En su insaciable apetito de placeres, los papas en siglos pasados han competido en sus desenfrenos expoliando a diestra y siniestra el cuantioso erario de la Iglesia, el cual, administrado por una mente en su sano juicio, hubiera alimentado a un ejército de hambrientos y librado de sus males a otros tantos enfermos. Pablo III, Julio II, León X, Clemente VIII, solo cambian los nombres y los dígitos romanos; los canallas siguen siendo los mismos aunque vistan diferentes ropajes y adornen sus dedos con costosos anillos: solo los diferenciaba su megalomanía endemoniada y ese afán de poder que los había sentirse superiores al común de los mortales. Rodeados de hienas y chacales con piel de cardenales, estos sumos pontífices se enfrascaban en guerras de conquistas con el único afán de medir su poder celestial con los poderes terrenales. Mientras el Papa y su cuantiosa comitiva de áulicos y adláteres consumían en los descansos de la guerra lonjas de ganso asado con crema de cebollas, huevos y azafrán o degustaban los afamados canneloni rellenos de tierna carne picada, nueces y setas, la tropa agotada y herida, recibía en sus sucias escudillas la ración del día: un poco de caldo ralo y lentejas que unos cuantos hombres repartían extrayendo el líquido viscoso de unas ollas grasientas atacadas de insectos que pendían de los extremos de unas pértigas colocadas sobre sus hombros. No faltaban para lo “elegidos de Dios” en estos festines al paso la ternera en leche y las judías verdes en pastas de atún, manjar propicio para acompañar los brindis triunfales en los entretiempos de tregua con vinos blancos de Frascati o tintos de Broglio o Trebbiano llevados con recelo en cajas de nogal.

Este espectáculo repugnante hacía recordar a las ciudades sitiadas donde la gente, agotadas las provisiones, hambrienta, enferma y desesperada, comenzaba a dar cuenta de burros, perros, gatos y cuanto roedor caía en sus manos. Cuando los triunfos bélicos llegaban a granel, monjes agustinos agradecían a Dios todopoderoso e improvisaban canciones hieráticas e himnos poéticos al son de liras, sistros y laudes para complacer al carnicero, cuyos herreros, día y noche, ni cesaban de hacer yelmos, escudos y espadas con los cálices de Cristo, machacando fuertemente el martillo contra el yunque buscando afanosamente aumentar la longitud del hierro que atravesaría la carne de sus adversarios. Después de la matanza, el aire envenenado de sangre putrefacta y miembros gangrenados, invadía la mañana como las plagas de langostas los sembríos. El Papa, que había atacado a sus enemigos con la furia del Dios bíblico que con fuego celeste barrio Sodoma y Gomorra, observaba complacido desde su cabalgadura como sus “soldados de Dios” calmaban el ardor de las heridas con lonchas de sandía fría. De regreso a Roma, el líder vaticanista, henchido el pecho como pavo real, se arrullaba entre sus riquezas personales donde abundaban cuadros al óleo, violas, laudes, órganos, trajes de fiesta, marfiles tallados, vasijas de oro y plata, esculturas antiguas procedentes de Grecia y de la India y cuantiosas obras de arte venidas de Oriente como alfombras, soberbios tapices, espejos dorados y hasta costosos ornamentos de cuero rojo. Este es el rostro de esa Iglesia prostituida que Jerónimo Savonarola denunció y combatió. Savonarola fue para los oyentes de su tiempo un revolucionario, abominaba de las artes plásticas, que conducían según él, al paganismo, a la irreligión. La belleza era para él un vano entretenimiento del mundo. Los pintores pintaban imágenes indecorosas. Incluso les citaba la opinión del pagano Aristóteles, quien afirmaba que había ciertas imágenes que excitaban la sensualidad. Savonarola atacaba, en bloque, tanto lo medieval como lo renacentista. Decía, y no se equivocaba, que los prelados y predicadores abandonaban a sus fieles para dedicarse demasiado a la literatura pagana. En sus discursos en San Marco, iglesia y monasterio de los Medici a quien el monje también combatió, sus palabras calaban hondo en las mentes de la gente que lo escuchaba. Acusaba a los sacerdotes de ser políticos más que hombres de fe, llevados por sus familias con fines de lucro mundano. Los tachaba de oportunistas que solo buscaban la riqueza y el poder; los culpaba de simonía y nepotismo. “Los adulterios de la Iglesia, decía, han llenado el mundo”. Su sola presencia encandilaba a los oyentes. Emocionalmente perturbadoras eran las palabras que brotaban de su boca. Sus negros ojos brillaban y escrutaban los más lejanos rincones de los lugares donde daba sus discursos incendiarios. Florencia, la ciudad de las artes por antonomasia, escuchó su tronadora acusación:

“Sentiréis el filo de la espada en vuestras carnes. La aflicción os atacará. Esta ciudad ya no será llamada Florencia, sino una cueva de ladrones, de corrupción y de sangre. Había jurado no profetizar, pero una vez en la noche me dijo: “¡Loco! ¿No has comprendido, acaso, que es la voluntad de Dios que continúes?”. A eso se debe que no pueda dejar de profetizar. Y os digo que habrán de llegar días infaustos para todos vosotros”.

El Papa Alejandro VI pidió su excomunión. Savonarola había escrito a reyes, estadistas y prelados de toda Europa, pidiendo con urgencia que se convocase un consejo para castigar al Papa e instituir las amplias reformas que librasen a la Iglesia de la simonía. No solo en lo referente al Papa sino a los cardenales. El 11 de febrero de 1498 volvió a predicar en el Duomo contra el Papa y dos semanas después salió de la catedral con la hostia en sus manos, ante millares de florentinos que abarrotaban la plaza, para pedir, clamar a Dios que lo fulminase inmediatamente si merecía la excomunión. Como Dios no lo hizo, Savonarola celebró su vindicación ordenando una nueva quema de obras de arte que él consideraba pecaminosas para esta nueva Pira de Vanidades, Florencia fue saqueada una vez más por el Ejército de los jóvenes, como se conocía a los seguidores del monje, Alejandro VI vio que había llegado el momento de silenciar al monje y así fue. La Señoría de Florencia se hizo del reo y se negó a permitir que Savonarola fuese juzgado en Roma, donde sin duda se le hubiera interrogado con menos crueldad y perfidia que en Florencia.

El 22 de mayo de 1498, en ejecución publica, Savonarola fue ahorcado en compañía de sus colegas fray Doménico y fray Silvestro. No se los quemó vivos, porque no se trataba de positivos herejes, sino de enemigos del Estado. Este era el punto de vista de los florentinos, que actuaban independientemente de la Inquisición papal y con una arbitrariedad auténticamente autónoma. Los ahorcaron y después sus cadáveres fueron arrojados a una hoguera. Reducidos a cenizas, estas fueron recogidas y transportadas hasta el Ponte Vecchio y arrojadas en las aguas del río Arno. Alejandro VI (cuyo nombre de pila en España era Rodrigo Borgia) el puto de los más putos Papas que ha tenido la Iglesia, salió victorioso una vez más. Asesinatos, delaciones, incestos, avaricias eran parte de las cotidianas perversiones de los Borgia.  



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